¿Por qué una medicina de la adolescencia? Una reflexión desde el Derecho
¿Por qué una medicina de la adolescencia? Una reflexión desde el Derecho
F. Montalvo Jääskeläinen
Doctor en Derecho. Profesor propio adjunto Derecho constitucional. Miembro de la Cátedra Santander de Derechos y Menores UPComillas (Icade). Asesor Externo del Grupo de Vacunas de la Sociedad Española de Pediatría. Miembro de Comité de Ética Asistencial del Hospital Universitario Doce de Octubre. Miembro del Comité de Bioética de España
Adolescere 2013; II (2): 27-37
1. Introducción: Medicina de la adolescencia y Derecho
Al amparo del título de la mesa de la que trae causa este escrito queremos plantearnos si la figura del menor adolescente presenta, desde el prisma de los conflictos ético-legales que se derivan de sus relaciones con el mundo de la medicina, singularidad alguna que exija un abordaje de la materia específico y distinto del de los demás problemas y conflictos que se plantean al amparo de la relación médico-paciente en general.
Como vamos a comprobar a lo largo de este trabajo, la cuestión que abordamos tiene fácil contestación porque la figura del denominado menor maduro en la relación médico-paciente presenta un campo propio y específico de conflictos y soluciones legales. Se trata de una figura que ha recibido una atención diferenciada por parte del legislador y los Tribunales de Justicia.
Así pues, aunque formalmente no sea muy preciso hablar de un Derecho médico de la adolescencia, sí que puede afirmarse que el menor maduro ofrece ya un corpus normativo y doctrinal suficiente en nuestro ordenamiento jurídico de manera que hablar, al menos desde la perspectiva legal, de una Medicina de la adolescencia cobra pleno sentido.
2. El cambio en la relación médico-paciente: del paternalismo al autonomismo
La capacidad de decidir de los pacientes respecto del tratamiento médico ha supuesto un cambio sustancial en la relación médico-paciente. Dicho cambio determina que se pase de una relación basada en el paternalismo médico (todo para el paciente pero sin el paciente) a una relación basada cuasi-absolutamente en la autonomía del paciente. Este cambio no responde a un hecho concreto, sino a una sucesión de hechos con diferentes consecuencias y, más concretamente, a dos hechos muy relevantes: en primer lugar, los abusos y aberraciones cometidas en las investigaciones médicas con sujetos durante el siglo XX; y, en segundo lugar, la aparición del fenómeno de la responsabilidad profesional sanitaria y de la denominada Medicina defensiva.
Por lo que se refiere a los excesos de la investigación médica con seres humanos, no sólo en la etapa del régimen nacionalsocialista, sino también, muy posteriormente, sobre todo, en los años cincuenta y sesenta(1), tales excesos determinaron que por parte de la propia sociedad científica se proclamara la autonomía del paciente como garantía de que tales acontecimientos no volvieran a repetirse. Se consideraba que apoderando a los sujetos dentro de la relación investigador-sujeto de la investigación no podrían reproducirse hechos tales como investigar sin contar con la autorización del sujeto. El horror que trascendió temporalmente, como decimos, a la experiencia nacionalsocialista, tuvo como reacción en la Ética y el Derecho la proclamación del principio de autonomía de voluntad del paciente y la aparición de la figura que vendrá a garantizar dicha autonomía, el consentimiento informado. La convicción fue, a partir de ese momento, que ninguna investigación podía ya llevarse a cabo en un sujeto sin haber recabado del mismo, previa información completa, su autorización expresa y por escrito. El consentimiento informado aparece, pues, inicialmente, no en la relación médico-paciente, sino en la relación investigador-sujeto. Más adelante, como consecuencia del segundo hecho que vamos a exponer de inmediato, se extiende aquella relación.
El segundo suceso que incide en este importante cambio es, como ya hemos anticipado, el de la judicialización de la medicina y en su consecuencia inmediata, la denominada medicina defensiva(2). El consentimiento informado constituye una respuesta al fenómeno emergente de los procesos judiciales contra los médicos por errores en la asistencia a los pacientes. El consentimiento informado no nace como mero instrumento de garantía de los derechos de los pacientes, sino también como garantía del médico para el ejercicio de su profesión con menos riesgos legales. Es una respuesta más a la judicialización que empieza a imperar en todas las sociedades del primer mundo a finales del siglo XX. Así, una mirada retrospectiva de la génesis del consentimiento informado nos lleva a plantearnos si su origen ha sido realmente el privilegio del enfermo frente a la decisión sobre el acto médico o, por el contrario, ha sido el interés de la comunidad médica de tener a su favor un instrumento de ayuda ante reclamaciones por mala praxis. Así, surge como instrumento de legitimación de las prácticas médicas, para defender a los profesionales de la medicina de un creciente número de reclamaciones. A medida que las reclamaciones por responsabilidad médica aumentan, los médicos comienzan a reclamar procedimientos jurídicos que aseguren sus actuaciones. La relación entre consentimiento informado y responsabilidad médica es evidente. El consentimiento informado sirve, prioritariamente, para desestimar las demandas por responsabilidad civil profesional presentadas contra los médicos y hospitales.
Y ello, tiene especial trascendencia porque, si su origen es tal, no debemos tener excesiva confianza en que el mismo resuelva los conflictos que surjan respecto del derecho que se pretende garantizar. Así, parece que los propios pacientes no han obtenido en su evolución verdadera satisfacción. Los pacientes se ven, inicialmente, satisfechos con el apoderamiento que se les ha dado en su relación con el médico, pero, a la hora de la verdad, cuando surgen las inquietudes de la enfermedad, lo que el paciente necesita del médico es confianza y comprensión, más que una información técnica que habilite al paciente para decidir qué es lo que, finalmente, le está ofreciendo el consentimiento.
Una vez proclamado el consentimiento informado al amparo, primero, de los procesos judiciales contra médicos, y después a través de normas aprobadas por el Parlamento, se ha ido extendiéndose a todas las esferas de la relación médico-paciente y, entre estas, recientemente, a la relación médico-menor. Incluso, dentro de esta relación se ha creado el concepto de menor maduro en el ámbito sanitario que, como nos recuerda algún autor, es también fruto de la medicina defensiva. El término menor maduro aparece en Estados Unidos durante la década de los 70 como reacción a las demandas de los padres frente a los médicos que atendían a sus hijos sin su consentimiento(3).
3. La regulación del menor maduro en la relación médico-paciente
La Ley de autonomía del paciente aprobada por el Parlamento español en 2002 ha supuesto un avance importante en materia de regulación de los derechos y deberes de los pacientes y, en especial, en la regulación de los derechos del menor en el ámbito sanitario. Así, la Ley dispone que “cuando el paciente menor de edad no sea capaz intelectual ni emocionalmente de comprender el alcance de la intervención. En este caso, el consentimiento lo dará el representante legal del menor después de haber escuchado su opinión si tiene doce años cumplidos. Cuando se trate de menores no incapaces ni incapacitados, pero emancipados o con dieciséis años cumplidos, no cabe prestar el consentimiento por representación”.
El legislador adopta, como podemos ver, un sistema de determinación de la capacidad de obrar del menor en el ámbito sanitario de naturaleza gradualista u objetiva, es decir, que atiende sustancialmente a la edad del menor. Así, el menor, a partir de los doce años de edad, debe ser escuchado antes de decidir el tratamiento médico, es decir, quien decide son sus padres o tutores, pero él mismo debe poder manifestar su opinión. Lo que la Ley no aclara es cuál es el valor que habrá de otorgarse a la opinión del menor. Si el menor debe ser escuchado antes de adoptar la decisión clínica, ello es porque su opinión ha de revestir cierta eficacia, aunque sea muy limitada a medida que se acerque a los doce años de edad. ¿Qué supone, en definitiva, escuchar al menor? La Ley no nos concede ningún criterio orientativo, aunque creemos que la discrepancia entre el menor de doce años o más años y sus padres, habría de exigir que por el médico se acudiera a la autoridad judicial.
Por otro lado, según dispone la misma Ley, el menor de dieciséis o más años será el titular, y no sus representantes legales o tutores, del derecho a decidir el tratamiento médico. Los términos en los que se expresa el artículo 9 son claros acerca de la nueva mayoría de edad que se instaura en relación con las decisiones sanitarias. El menor de dieciséis años es el titular del derecho a autorizar o rechazar el tratamiento médico.
Sin embargo, esta regla general queda bastante matizada ya que el mismo artículo 9 recoge diferentes excepciones, de manera que podemos afirmar que se trata de una mayoría de edad sanitaria muy relativa. O dicho de otro modo, la mayoría de edad sanitaria se define respecto de los menores de dieciocho años de manera negativa, no estableciendo qué derechos les corresponden al amparo del reconocimiento de la mayoría de edad sanitaria, sino, negativamente, recogiendo los límites a dicho principio general.
Los límites a esa presunta mayoría de edad sanitaria a los dieciséis años son diferentes y se definen de forma distinta. Así, se recoge un límite de naturaleza genérica, los tratamientos de grave riesgo, y otros referidos a ámbitos muy concretos, técnicas de reproducción humana asistida, ensayos clínicos y testamento vital (instrucciones previas). También es preciso recordar que uno de los límites concretos, el de la interrupción voluntaria del embarazo, ha sido eliminado por la polémica nueva Ley de despenalización del aborto (LO 2/2010).
Así pues, el menor que tenga dieciséis o más años, puede decidir libremente sobre el tratamiento médico, salvo que se trate de las técnicas de reproducción humana asistida, ensayos clínicos, testamento vital o cuando el rechazo del tratamiento suponga un grave riesgo. De estos límites al más complejo es este último.
Primeramente, el concepto de grave riesgo constituye un concepto jurídico indeterminado que, en ocasiones, será difícil de interpretar en casos concretos. Además, parece que el legislador deja su determinación en manos exclusivas del médico. En segundo lugar, tampoco resultan claros cuáles son los efectos que reviste la opinión de los padres sobre la toma de decisión final. ¿Qué significa tener en cuenta su opinión? Parece, por el tenor con el que se expresa el artículo, que se instaura un régimen similar al del menor de doce o más años. Sin embargo, no parece congruente dicha posición.
4. Régimen jurídico del menor y realidad científica, social, cultural y familiar
Entendemos que este nuevo régimen jurídico del menor respecto de las decisiones sobre el tratamiento médico, sin dejar de ser un avance importante en la incorporación del menor a un ámbito importante de la toma de decisiones, presenta una serie de problemas importantes.
En primer lugar, la regulación se presenta en cierto modo como una mera transcripción de unos principios y valores que, creados al amparo del incremento de la responsabilidad médica en Estados Unidos, se pretenden imponer en nuestra sociedad sin la debida contextualización. A este respecto, el papel de la familia en España es aún muy distinto del que ocupa en otras sociedades, como la norteamericana. No podemos defender un egocentrismo o nacionalismo de los derechos, pero tampoco la incorporación de figuras que no se corresponden con nuestro contexto concreto. Debemos evitar soluciones apriorísticas que olviden el papel de la familia y, en especial, de quienes ostenta la representación legal de los menores.
En segundo lugar, los términos en los que queda redactada la Ley de autonomía del paciente y el escaso papel protector que deja en manos de la familia (en especial, de los padres) contrasta con el exceso de confianza en el buen hacer del médico. Resulta curioso que una Ley que nace y se inserta dentro de un proceso que ha tenido como fin prioritario acabar con el paternalismo hipocrático (médico), acaba volviendo a él bajo la excusa de querer restarles a los padres protagonismo. Acabamos con el paternalismo en el sentido propio del término para volver al paternalismo médico.
En tercer lugar, y aquí creemos que radica la principal crítica del nuevo modelo de capacidad del menor respecto del tratamiento médico, el criterio mayoritariamente objetivo sobre la edad y la capacidad del menor (doce, dieciséis años) ofrece mayor seguridad jurídica, pero no encaja bien con el hecho de que lo relevante no es tanto la edad, sino la verdadera madurez del menor. A este respecto, el propio saber científico parece que nos informa de que, si bien el proceso que se observa en el desarrollo de las capacidades de todo menor tiene caracteres de universalidad, ello no significa que sea plenamente equiparable en todos los menores a las diferentes edades. El problema que creemos que presenta la nueva regulación es que opta exclusivamente por un criterio puramente objetivo, lo que creemos que no responde a la realidad que se desenvuelve en el ámbito sanitario. Esta posición de la Ley olvida que la casuística nos enfrentará a supuestos en los que la mera graduación de facultades del menor, atendiendo sólo al criterio de la edad, va a ser muy insatisfactoria. A este respecto, podría afirmarse que la Ley de autonomía del paciente olvida que existen diferentes tipos de menores y que no todos ellos, en función de sus experiencias personales, familiares o culturales, responden a un patrón claro en el que determinada edad haya de provocar necesariamente el reconocimiento o no de facultades de decisión sobre el acto médico(4).
Los diferentes estudios empíricos sobre esta materia nos informan en contra de establecer meros criterios por edad a la hora de otorgar al menor capacidad para decidir sobre el tratamiento médico. Las conclusiones que resultan de la evidencia científica actual sobre la capacidad de obrar de los menores de edad pueden resumirse en las siguientes(5):
a) No todos los menores de dieciséis años tienen la misma madurez (es un proceso universal pero con diferencias individuales).
b) Tan importante como el elemento volitivo es el elemento moral y los factores psicosociales (elemento afectivo).
c) El adolescente habitualmente rechaza las figuras de autoridad (padres, profesor, médico, etc).
d) Los menores asumen más fácilmente los riesgos.
e) Se parte de una evidencia fundamentada en estudios antiguos y respecto de la capacidad de obrar de adolescentes de sexo masculino y no de sexo femenino.
Además, la Psicología Evolutiva también nos informa que los menores sí tienen plena capacidad de decisión respecto de aquello que tiene consecuencias a corto plazo, pero no respecto de lo que produce consecuencias a medio o largo plazo. El menor conoce el acto que realiza pero no tanto las consecuencias del mismo, sobre todo, cuando dichas consecuencias no son inmediatas, sino a medio o largo plazo.
También resulta interesante atender a cuál es la evolución del lóbulo central en los adolescentes. La neurociencia ha demostrado en los últimos años que en los adolescentes este lóbulo no está totalmente desarrollado, lo que les hace más vulnerables a fallos en el proceso cognitivo de planificación y formulación de estrategias, ya que hay menor control, por tanto, de las emociones. Ello explicaría varios de los comportamientos que pueden observarse en ellos tales como, la dificultad para controlar sus emociones, la pobre capacidad de planificación y anticipación de las consecuencias negativas de sus actos o la tendencia a tener gratificaciones inmediatas, sin demora de respuesta.
Tampoco, podemos olvidar que el contexto de la enfermedad implica una toma de decisiones especial y distinta de la que se desarrolla en muchos otros ámbitos (familiar, escolar, etc). A este respecto, es importante aclarar que más que el lugar (ámbito sanitario) lo relevante es el hecho en sí mismo de la enfermedad. El ámbito sanitario no es extraño al adolescente (controles rutinarios de pediatría, vacunas, ingresos en urgencias). Sin embargo, la enfermedad y la alteración de la vida cotidiana o de determinadas expectativas sí suponen un contexto especialmente complejo para el menor.
5. Un menor maduro no tan maduro: la Circular de la Fiscalía General del Estado sobre el rechazo a las transfusiones de sangre
El pasado 3 de octubre de 2012, la Fiscalía General del Estado emitió una Circular, la número 1/2012, en la que se pretenden establecer unos criterios comunes para todas las Fiscalías acerca del abordaje jurídico de los conflictos derivados de la negativa de los menores de edad a la transfusión de sangre y a otros tratamientos en casos de grave riesgo(6).
Antes de exponer cuál es el contenido principal de dicha Circular y en qué medida es de especial relevancia para el debate que nos ocupa, debemos recordar que el problema de la negativa de los Testigos de Jehová a la transfusión de sangre de sus hijos menores de edad ya ha sido abordado de manera directa por el Tribunal Constitucional en su Sentencia 154/2002. Dicha Sentencia resuelve un recurso de amparo interpuesto por un matrimonio Testigo de Jehová que había sido condenado penalmente por rechazar que su hijo menor de trece años fuera transfundido.
Los hechos sobre los que es interesante detenerse son, resumidamente, los siguientes, según se recoge en la propia Sentencia: los padres acudieron con su hijo menor de trece años a un centro hospitalario al haber sufrido un accidente. Al ingreso en el centro, el menor se encontraba en una situación de alto riesgo hemorrágico, por lo que los médicos prescribieron una transfusión de sangre para neutralizar la hemorragia. Frente a tal decisión clínica, los padres del menor manifestaron, educadamente, que su religión no permitía la aceptación de una transfusión de sangre y que, en consecuencia, se oponían a la misma rogando que al menor le fuera aplicado algún tratamiento alternativo distinto a la transfusión. La misma manifestación fue efectuada por el menor.
Cuando los médicos informaron que no conocían ningún otro tratamiento alternativo, los padres solicitaron el alta de su hijo para ser llevado a otro centro donde se le pudiera aplicar un tratamiento alternativo, petición de alta a la que no accedió el centro hospitalario por considerar que con ella peligraba la vida del menor. El centro hospitalario, por el contrario, solicitó autorización al Juzgado de guardia para que pudiera procederse a aplicar la transfusión, siendo ello autorizado por el Juez de Guardia.
Una vez dada la autorización judicial para la transfusión, los padres acataron la decisión del Juzgado de modo que no hicieron nada para impedir que dicha decisión se ejecutara, aceptándola como una voluntad que les era impuesta en contra de la suya y de sus convicciones religiosas; es más, los acusados quedaron completamente al margen en los acontecimientos que seguidamente se desarrollaron.
Haciendo uso de la autorización judicial los médicos se dispusieron a realizar la transfusión, pero el menor, de trece años de edad, sin intervención alguna de sus padres, la rechazó con auténtico terror, reaccionando agitada y violentamente en un estado de gran excitación que los médicos estimaron muy contraproducente, pues podía precipitar una hemorragia cerebral. Por esa razón, los médicos desistieron de la realización de la transfusión procurando repetidas veces, no obstante, convencer al menor para que la consintiera, cosa que no lograron. Al ver que no podían convencer al menor, el personal sanitario pidió a los acusados que trataran de convencer al niño los cuales, aunque deseaban la curación de su hijo, no accedieron a ello pues, como su hijo, consideraban que la Biblia, que Dios, no autorizaba la práctica de una transfusión de sangre aunque estuviera en peligro la vida. Así las cosas, no logrando convencer al menor, los médicos desecharon la posibilidad de realizar la transfusión en contra de su voluntad, por estimarla contraproducente, por lo que, sin intervención alguna de los acusados, tras desechar los médicos la práctica de la transfusión mediante la utilización de algún procedimiento anestésico por no considerarlo en ese momento ético ni médicamente correcto, por los riesgos que habría comportado, después de “consultarlo” telefónicamente con el Juzgado de guardia, considerando que no tenían ningún otro tratamiento alternativo, accedieron los médicos a la concesión del alta voluntaria para que el menor pudiera ser llevado a otro centro en busca del repetido tratamiento alternativo.
Una vez que fue trasladado al nuevo Hospital, el niño fue reconocido en consulta, siéndole diagnosticado un síndrome de pancetopenia grave debido a una aplasia medular o a infiltración leucémica, y se consideró urgente nuevamente la práctica de una transfusión para neutralizar el riesgo de hemorragia y anemia y se procedió, a continuación, a realizar las pruebas diagnósticas pertinentes para determinar la causa de la pancetopenia e iniciar luego su tratamiento. Los acusados y el mismo menor manifestaron nuevamente que sus convicciones religiosas les impedían aceptar una transfusión, por lo que el menor fue trasladado a un tercer centro, en el que se reiteró una vez más por los médicos la inexistencia de un tratamiento alternativo y la necesidad de la transfusión, que fue nuevamente rechazada por los acusados y por su hijo. El menor fue dado de alta y trasladado a domicilio, donde finalmente se personó una comisión judicial que acordó el traslado del mismo a un centro hospitalario, al que fue conducido, llegando en coma profundo, totalmente inconsciente. Pese a procederse a realizar una transfusión de sangre, sin el consentimiento de los padres, los cuales no intentaron en ningún momento impedirla una vez había sido ordenada por la autoridad judicial, el menor falleció.
Los padres en la vía penal previa al amparo fueron condenados como autores responsables de un delito de homicidio, con la concurrencia, con el carácter de muy cualificada, de la atenuante de obcecación o estado pasional, a la pena de dos años y seis meses de prisión.
El Tribunal Constitucional entró a valorar, entre otras cuestiones, si el menor de edad, de trece años de edad en el caso concreto, podía, en ejercicio de su libertad religiosa, negarse a recibir una transfusión de sangre ante una situación de riesgo para su vida e integridad física. Y así, tras declarar que el menor es titular de la libertad religiosa señala que “el menor expresó con claridad una voluntad coincidente con la de sus padres de exclusión de determinado tratamiento médico. Es éste un dato a tener en cuenta, que en modo alguno puede estimarse irrelevante y que además cobra especial importancia dada la inexistencia de tratamientos alternativos al que se había prescrito”. Sin embargo, el Tribunal añade, a continuación, que “lo que fundamentalmente interesa es subrayar el hecho en sí de la exclusión del tratamiento médico prescrito, con independencia de las razones que hubieran podido fundamentar tal decisión. Más allá de las razones religiosas que motivaban la oposición del menor, y sin perjuicio de su especial trascendencia (en cuanto asentadas en una libertad pública reconocida por la Constitución), cobra especial interés el hecho de que, al oponerse el menor a la injerencia ajena sobre su propio cuerpo, estaba ejercitando un derecho de autodeterminación que tiene por objeto el propio sustrato corporal -como distinto del derecho a la salud o a la vida- y que se traduce en el marco constitucional como un derecho fundamental a la integridad física”.
Finalmente, se rechaza que el menor goce de dicha autonomía de voluntad de rechazo al tratamiento médico porque “el reconocimiento excepcional de la capacidad del menor respecto de determinados actos jurídicos … no es de suyo suficiente para, por vía de equiparación, reconocer la eficacia jurídica de un acto -como el ahora contemplado- que, por afectar en sentido negativo a la vida, tiene, como notas esenciales, la de ser definitivo y, en consecuencia, irreparable”. Para el Tribunal la vida es “un valor superior del ordenamiento jurídico constitucional … el derecho fundamental a la vida tiene “un contenido de protección positiva que impide configurarlo como un derecho de libertad que incluya el derecho a la propia muerte”. En definitiva, la decisión de arrostrar la propia muerte no es un derecho fundamental sino únicamente una manifestación del principio general de libertad que informa nuestro texto constitucional, de modo que no puede convenirse en que el menor goce sin matices de tamaña facultad de autodisposición sobre su propio ser”.
Por tanto, para el Tribunal Constitucional un menor de edad (en el caso concreto objeto de controversia, de trece años de edad) no tiene capacidad de obrar suficiente para rechazar un tratamiento cuando existe un grave riesgo para su vida o integridad física o psíquica.
Entonces, si dicho conflicto parece estar resulto ya por doctrina del Tribunal Constitucional, ¿qué aporta la Circular 1/2012? La Circular aborda, y ahí se encuentra su importancia, el vacío legal que en cierto modo existe, tanto al amparo de la Sentencia del Tribunal Constitucional como de la propia regulación de la figura del menor en la Ley de autonomía del paciente de los conflictos que surgen respecto de menores a los que se denomina menores maduros, es decir, aquellos que tienen dieciséis y diecisiete años. A este respecto, debemos recordar que la Sentencia versa sobre un menor de trece años.
A este respecto, la Circular considera que la capacidad de obrar que se reconoce al menor de dieciséis o más años en el ámbito del tratamiento médico debe ser modulada cuando se trate de intervenciones de grave riesgo como dispone el artículo 9.3 c) de la Ley de autonomía del paciente. Y ello supone que cuando un menor que pueda considerarse maduro rechace una transfusión de sangre u otro tratamiento médico con grave riesgo para su vida o salud, aun cuando dicho rechazo sea también apoyado por sus representantes legales, el médico habrá de poner los hecho en conocimiento del Juez de Guardia y, si la situación fuera de urgencia, proceder a aplicar el correspondiente tratamiento.
En estos supuestos el dictamen del Fiscal que intervenga en el proceso judicial de autorización del tratamiento debe partir de que, puesto que los menores de edad se encuentran en un proceso de formación y no han alcanzado la plena capacidad, no puede darse relevancia a decisiones propias o de sus representantes legales cuyos resultados sean la muerte o graves daños para su salud.
Para el Fiscal General de Estado la edad en sí misma no puede determinar la trascendencia de las opiniones del niño, porque el desarrollo cognitivo y emocional no va ligado de manera uniforme a la edad biológica. La información, la experiencia, el entorno, las expectativas sociales y culturales y el nivel de apoyo recibido condicionan decisivamente la evolución de la capacidad del menor para formarse una opinión propia. Ello impone, en palabras del Fiscal General, una evaluación individualizada y tanto más exhaustiva cuanto más joven sea el paciente.
Además, añade que debe atenderse a los efectos de la cuestión a decidir. Cuanto más trascendentes o irreversibles sean las consecuencias de la decisión, más importante será evaluar correctamente la madurez y más rigurosa deberá ser la apreciación de sus presupuestos.
6. Conclusiones
1. La nueva regulación de los derechos de los pacientes aprobada en nuestro país a partir del siglo XXI ha tenido como protagonista singular al menor de edad. Así, de una situación previa de falta de regulación de la capacidad de obrar del menor en el ámbito sanitario hemos pasado a un marco en el que existe ya un régimen jurídico específico de dicha capacidad de obrar y que se contiene principalmente en la Ley de autonomía del paciente y la legislación autonómica de desarrollo de la misma.
2. Este nuevo régimen jurídico que se aprueba hace menos de una década sigue fundamentalmente un criterio gradualista u objetivo, de manera que el factor que determina que se atribuya o no capacidad de obrar al menor es la edad. Los menores de doce o más años deberán ser escuchados a la hora de adoptar una decisión médica que les afecte, mientras que los de dieciséis o más años son ya, en principio, titulares del derecho a aceptar o rechazar el tratamiento médico.
3. Este régimen general queda matizado con una serie de excepciones en las que se seguirá el criterio general de mayoría de edad (dieciocho años) y que atienden a la naturaleza y/o gravedad del acto médico.
4. Pese a que la Ley de autonomía del paciente supone un avance en los derechos del menor, esta nueva regulación ha provocado diferentes interpretaciones doctrinales acerca del nuevo estatus jurídico del menor en el ámbito sanitario, dado que contiene imprecisiones y deficiencias.
5. Entre estas deficiencias destaca, con carácter general, la excesiva descontextualización con la que se ha incorporado a nuestra realidad social el nuevo estatus jurídico del menor, olvidando el papel que ha venido desempeñando tradicionalmente la familia y, en concreto, los padres del menor. Parece que, en ocasiones, la propia Ley, para salvar el paternalismo que supone el rol de los padres sobre las decisiones del menor, parece preferir al anterior paternalismo hipocrático, en el que el poder recaía exclusivamente en el médico.
6. Igualmente, como acabamos de apuntar, la Ley atiende a un criterio excesivamente gradualista para evaluar la capacidad de decisión del menor, olvidando que si bien la edad puede actuar como presunción de capacidad, ello no se corresponde con la realidad de los diferentes casos, pudiendo existir menores de dieciséis años con madurez suficiente para autorizar determinados actos sanitarios. De este modo, la Ley hubiera tenido que combinar el criterio gradualista con un criterio casuístico, residiendo en la autoridad judicial la decisión de los casos más complejos.
7. Sería conveniente desarrollar la idea ya incorporada al pensamiento bioético y admitida por nuestro Tribunal Constitucional a través de los principios de proporcionalidad e irreversibilidad, de la Escala móvil, de manera que la capacidad de decisión del menor, sobre todo, en lo que viene referido a su derecho a rechazar el tratamiento fuera atemperada o matizada en atención a la concurrencia de una serie de elementos, como son la gravedad, irreversibilidad o las consecuencias a medio o largo plazo.
8. Por último, la reciente Circular de la Fiscalía General del Estado aporta claridad respecto del manejo médico-legal de aquellos supuestos en los que menores de dieciséis o más años rechazan un tratamiento médico y ello pone en riesgo grave su vida o salud. En tales casos, habrá de solicitarse del Juez de Guardia la correspondiente autorización y, en caso de urgencia, podrá procederse a aplicar el tratamiento pese a la posición contraria que pudieran mostrar, en su caso, sus representantes legales. Sin perjuicio de ello, debe hacerse un análisis individualizado de cada caso, aunque el criterio general será proteger la vida o salud del menor maduro.
Notas
1 Requena Meana cita tres de estas experimentaciones. En primer lugar, la desarrollada entre 1956 y 1970 por un pediatra especialista en enfermedades infecciosas que, con el fin de obtener una vacuna eficaz contra la hepatitis, infectó intencionadamente con varias cepas del virus entre 700 y 800 niños con retraso mental grave. Dicho estudio fue autorizado por los padres, pero ocultando el verdadero fin de la investigación y bajo la amenaza de que sus hijos perdieran la plaza en el Hospital. El segundo de los estudios consistió en inyectar células tumorales a 22 ancianos ingresados en un Hospital con el de aumentar los conocimientos científicos en el campo de los tumores. El tercero se desarrolló entre 1932 y 1972, siendo su promotor el Servicio Sanitario Público del Gobierno federal de los Estados Unidos. El objetivo era el estudio de la evolución de la sífilis para lo que se dejó, bajo engaño, a casi 400 infectados sin tratamiento médico alguno, pese a que la aplicación de la penicilina ya se había extendido. Vid. REQUENA MEANA, P., Modelos de bioética clínica. Presentación crítica del principialismo y la casuística. Tesis doctoral, 39-40. Puede accederse a dicha tesis doctoral a través de la página web, www.bioeticaweb.com.
2 La medicina defensiva puede ser definida como el empleo por el médico de los procedimientos y medios diagnósticos y terapéuticos con el principal fin de evitar ser demandado o reclamado judicialmente. La medicina defensiva provoca, entre otros efectos, un exceso de pruebas diagnósticas con el fin de evitar incurrir en un error de diagnóstico que genere responsabilidad profesional y la aplicación de tratamientos más cruentos de los necesarios, fundamentalmente, quirúrgicos, con el propósito de generar en el paciente la convicción de que no hay abandono o despreocupación por parte del médico. Vid. ARIMANY MANSO, J. La medicina defensiva: un peligroso boomerang. Humanitas Humanidades Médicas. 2007; (12): 22-24. Sobre la medicina defensiva y su influencia en la asistencia sanitaria, puede verse también GUERRERO ZAPLANA, J. El consentimiento informado. Su valoración en la jurisprudencia. Valladolid: Lex Nova; 2004: 48-52. Este autor señala que el incremento de pruebas diagnósticas y terapéuticas que implica la medicina defensiva provoca un doble efecto negativo en la asistencia sanitaria: por un lado, produce un encarecimiento de la asistencia, y por el otro, provoca un enlentecimiento de la actividad.
3 SÁNCHEZ, M. El menor maduro. Bol. Pediatr. 2005; (45): 156-160.
4 Esta es la posición que defiende el estudio llevado a cabo por Borry y otros, y, en virtud del cual, concluyen que la edad no es el único elemento decisivo a la hora de decidir si un menor ha de participar o no en la decisión sobre el tratamiento médico. Vid. BORRY, P., STULTIENS, L., GOFFIN, T., NYS, H. y DIERICKX, K. Minors and informed consent in carrier testing: a survey of European clinical geneticists. Journal of Medical Ethics, 2008; (34): 370-374. Igualmente, SCHACHTER y otros señalan que no existe una mínima edad a partir de la cual los individuos tienen capacidad para autorizar el tratamiento médico, sino que habrá que atender en cada caso a la efectiva capacidad del individuo concreto para entender y autorizar el tratamiento. La determinación de cuándo un menor tiene la capacidad para entender la información acerca del tratamiento médico y poder autorizar o rechazar éste debe resolverse en cada caso concreto y no solamente de una manera global. Vid. SCHACHTER, D., KLEINMAN, I. y HARVEY, W., Informed consent and adolescents. The Canadian Journal of Psychiatry. 2005; 50 (9): 534-540.
5 DE MONTALVO JÄÄSKELÄINEN, F. en LÁZARO, I. et al. La edad en el Derecho. Niños y adolescentes ¿Qué pueden hacer? ¿De qué responden? Estudios e Investigaciones 2011. Madrid: Defensor del Menor de la Comunidad de Madrid; 2012: 425-453. Vid. también, STEINBERG, L. A social neuroscience perspective on adolescent risk-taking. Developmental Review. 2008; 28: 78-106.
6 Puede accederse a dicho informe a través de la página web de la Fiscalía General del Estado en www.fiscal.es.
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