El gatito que lloraba como un bebé

 

El gatito que lloraba como un bebé

E. Clavé Arruabarrena.
Medicina Interna. Experto en Bioética. Hospital Donostia. Guipúzcoa.

El gatito que lloraba como un bebé

Ilustración: Omar Clavé Correas.

Desconozco la razón por la que mi madre lo trajo a casa. Es posible que se debiera a que unas semanas antes había muerto Dick, mi perro. Cuando lo adopté –a Dick lo recogí en la calle– tenía la costumbre de ladrar y perseguir a los vehículos que veía pasar; y en una de esas una camioneta lo atropelló. Hasta que aquel perro se cruzó en mi vida, yo era un chico timorato objeto de burlas de mis compañeros de colegio. La presencia de Dick –cuya lealtad y camaradería eran inimaginables para un tipo como yo– me hizo sentir que la vida podía ser diferente, incluso bella. Por eso su muerte fue un auténtico mazazo para mí. Era, además, la primera vez que sentía el vacío que deja un ser querido al morir y me encerraba a llorar en la soledad de mi habitación. Y ahora que lo pienso es posible que, esa aversión al sufrimiento y a la muerte que entonces sentía, fuera una de las razones por las que decidí estudiar medicina.

Tampoco sé los motivos por los que mi madre le puso de nombre “Escoria”. Lo que sí recuerdo es que no me gustaban los gatos de manera especial, los tenía por ariscos, huraños e imprevisibles. En cuanto te acercabas a ellos, dependiendo del humor que tuvieran ese día, se dejaban acariciar o te soltaban un zarpazo que te hacía ver las estrellas. Sin embargo, Escoria –que apenas tenía un mes– se veía tan pequeño y tan indefenso, que pronto me sentí conmovido y me encariñé con él.

Era una criatura graciosa y adorable. Se entretenía con cualquier cosa, con un trozo de papel, un hilo, una pelusa que rodaba por el suelo… A veces se acercaba sigiloso y se ponía a trepar por las perneras de mis pantalones; entonces, yo tenía que cogerlo en brazos para evitar que continuara ascendiendo hasta mi cuello. En otras ocasiones, se escondía dios sabe dónde y permanecía oculto durante horas. Me imaginaba en esos momentos que estaría cometiendo alguna fechoría –como rasgar los cojines de los sillones o las cortinas de alguna habitación– o, simplemente, que estaba entretenido persiguiendo alguna sombra fantasma. Otras veces disfrutaba de su brío juvenil viéndole corretear en el pasillo o saltando tras las moscas. Pero, por lo general, permanecía adormilado en uno de los lugares de la casa por los que tenía una querencia especial: junto a la amplia cristalera del balcón por donde escapaba las noches de verano en cuanto tenía la menor ocasión.

Una madrugada me despertó un ruido alarmante: me pareció escuchar el llanto de un niño en nuestra casa. En aquel instante salté de la cama preso de la angustia y me dirigí hacia el lugar de donde procedía aquel sonido. Me sorprendió encontrar a Escoria llorando como si fuera un bebé en el alféizar de la ventana que daba al patio. El llanto del gato era turbador y, estoy seguro, despertó a más de un vecino. A pesar de tomarlo en brazos y acariciarlo, todavía continuó gimiendo durante un rato. Algo que yo desconocía inquietaba al pequeño animal. Miré a través de la oscuridad, pero allí no se apreciaba nada, todo era silencio.

Pasados unos días lo encontré agazapado en un rincón, inmóvil, con la mirada perdida, sin atender a mis caricias. Nunca se había comportado de esa manera tan extraña. Lo llevé a la cocina, a uno de sus rincones preferidos, y le puse leche en un platillo. Al rato, sin tan siquiera haber tomado nada, se desplazó lentamente hacia la sala y se metió debajo del sofá. Mohíno, permaneció inmóvil todo el día emitiendo un suave quejido, como si algo lo estuviera desazonando por dentro. Antes de acostarme, le acerqué un bol con agua fresca que no probó.

Esa noche me fui preocupado a la cama y me costó dormir. Serían las tres o cuatro de la mañana cuando me despertó un ruido extraño que procedía de la cocina. Al encender la luz, encontré a Escoria rodeado de un charco de sangre y me asusté. Enseguida comenzó con arcadas y comprobé que era él quien la había vomitado. Antes de ir a la escuela, fui en busca de Don Braulio –el médico del pueblo y amigo de la familia–. Lo encontré camino de su consulta y le comenté lo que le ocurría a mi gato. Se quedó pensativo frunciendo el ceño durante algunos segundos. Luego, pasando su mano por la barbilla, me dijo:

  • Uf, es cosa mala. Es probable que haya comido algún veneno…

Luego se dio media vuelta y continuó su camino.

Cuando volví a casa, Escoria seguía tumbado bajo el sofá. Estaba más delgado y había perdido el lustre. Al acercarme, un hedor a podrido se extendió por mis fosas nasales y, en ese instante, supe que el gatito se estaba muriendo. No sé el tiempo que pasé acariciándolo con ternura, contemplando impotente el deterioro del pobre animal hasta que la visión de aquel sufrimiento se me hizo insoportable. Entonces tomé conciencia de que solo la muerte podría librarle del tormento que estaba padeciendo, así que, conteniendo las lágrimas, lo puse en un cestillo, cogí la escopeta de caza de mi padre y me lo llevé al monte. Elegí un lugar discreto rodeado de árboles y matorrales. Allí lo maté y lo enterré. Regresé a casa llorando y, por el camino, me juré a mí mismo que jamás volvería a tener un animal en casa: no estaba dispuesto a revivir un pesar semejante en lo que me restase de vida.

***

Me pregunto por qué ahora, que ya estoy jubilado y he dejado de ejercer la medicina, se asoman estos recuerdos que permanecían ocultos en los desvanes de la memoria; por qué se filtran, a manera de pequeños retales, hechos dolorosos que ya estaban olvidados. Quizá presiento que la muerte está cerca y, rencorosa, desea cobrarse el tributo de la encarnizada lucha que he mantenido contra ella; posiblemente también para mostrarme –después de haber contemplado inerme el dolor y el sufrimiento de tantos enfermos– cuan vana era la guerra que le declaré cuando yo era joven.

Al repasar mi actividad asistencial no puedo olvidar a los enfermos más desafortunados, aquellos heridos por la enfermedad, sin curación posible –aunque no siempre en un estado terminal–, cuyas ganas de vivir dependía en gran medida del cariño de sus familiares y amigos que desplegaban todos los recursos que disponían para que lo que les restase de vida fuese lo menos ingrato posible. En cuántas ocasiones una palabra, una caricia, la sola presencia –para quienes solo eran dueños de pérdidas y ausencias–, arrancaban una sonrisa de sus caras demacradas por la enfermedad y el infortunio. Descubrí cuán necesaria era una medicina no solo del cuerpo, sino también del alma; no para vencer a la muerte, sino para nutrir al ser humano enfermo de la voluntad de vivir. Y cuando aprendí a practicarla me fijaba en el interior de sus pupilas y, a veces, vislumbraba destellos en sus miradas.

 

 

 

 

Boni, el pastor

 

Boni, el pastor

E. Clavé Arruabarrena.
Medicina Interna. Experto en Bioética. Hospital Donostia. Guipúzcoa.
Blog: relatoscortosejj

 

Ilustración: Omar Clavé Correas.

 

El miércoles 1 de noviembre acudí al cementerio como todos los años; coincidí con mi hermano en la tumba de mis padres, juntos adecentamos el panteón y colocamos unos ramos de flores. Pasamos un buen rato riéndonos de algunas travesuras que nos vinieron a la memoria. Luego me echó en cara que llevase tanto tiempo sin venir al pueblo: “Jo, no puede ser que solo nos veamos de ciento en viento”, dijo. Traté de excusarme respondiéndole que, entre las consultas del ambulatorio y las guardias, apenas tenía tiempo, pero, por dentro, yo sabía que él tenía razón.

Antes de despedirnos, me invitó a comer en su casa el día de Santa Cecilia; entonces recordé cómo nuestro padre solía pedirle a Boni, el pastor, que sacrificara al mejor recental de su rebaño para que nuestra madre lo cocinara ese día. No me pude negar a la invitación, pero le puse la condición de que me dejara traer a mí el cordero estofado. Después nos abrazamos, tomé el coche y partí para la ciudad.

El sábado siguiente llamé por teléfono a casa del pastor. Su mujer, Matilde, se puso muy contenta al escuchar mi voz, hacía mucho tiempo que no sabía nada de mí y me preguntó por el trabajo y por la familia. Después de ponernos al día de nuestras vidas, le expliqué que quería comprarle un cordero a Boni.

– Oh, ya lo siento – me respondió. Mi marido no está en casa. Ha subido al monte con las ovejas y no regresará hasta dentro de un par de días.

En ese mismo instante me vino a la cabeza algo que estaba deseando hacer desde hacía varios años: recorrer de nuevo los caminos de la infancia que yo tanto extrañaba.

– No te preocupes – le dije. Mañana tengo el día libre y subiré para hablar con él y, de paso, le daré una sorpresa.

Al saberlo, me previno de posibles riesgos en el camino, me comentó cómo la semana anterior un ventarrón había derribado bastantes árboles y todavía podrían desprenderse algunas ramas o algún tronco.

–Gracias, Matilde. Eres un amor de mujer –le dije antes de apagar el móvil.

Conocía al matrimonio desde que yo era un chiquillo. Entonces ya me parecían mayores, ahora debían ser bastante viejos, posiblemente tendrían más de ochenta años. No tenían hijos, pero recuerdo que los niños siempre éramos bien recibidos en su casa. La chavalería del pueblo solíamos caminar hasta la aldea donde vivían los días que no teníamos otra cosa mejor que hacer. Al llegar, llamábamos a la puerta de su casa y Matilde –una mujer cariñosa, de cara rechoncha y risueña– nos invitaba a pasar al interior de la cocina donde nos ofrecía queso o leche de oveja recién ordeñada. Si no conocía a alguno de los que nos habíamos acercado aquel día, no se quedaba satisfecha hasta saber quiénes eran sus padres o sus abuelos. Luego, Boni –un hombre fibroso, bajo de estatura y de carácter ameno– nos enseñaba los corderitos que habían nacido esas semanas y hacía la vista gorda cuando lanzábamos pequeños guijarros a las gallinas haciéndolas huir despavoridas. Ambos eran esencialmente bondadosos y tenían una paciencia infinita con nosotros.

El domingo me levanté temprano por la mañana; todavía no había amanecido cuando monté en el coche bien pertrechado de ropa de abrigo y de un walkie-talkie, ya que en esa zona del monte no existe cobertura para los móviles. No me detuve al llegar a la aldea y continué hasta llegar al límite del camino rural. En el lugar donde terminaba la pista aparqué el vehículo, luego me puse la zamarra y me adentré en la espesura del bosque sintiendo la misma emoción que de joven cuando me aventuraba en solitario por los intrincados senderos por los que resultaba tan fácil perderse, estaba deseando estar con mi buen amigo después de tanto tiempo sin vernos.

Mientras caminaba, por donde quiera que mirase, podía comprobar los daños causados por la tormenta: troncos, ramas de gran tamaño, incluso árboles arrancados desde su raíz se hallaban desperdigados por la tierra. Pese al destrozo causado por el temporal, el paisaje otoñal mantenía intacta su belleza. Las veredas, flanqueadas de helechos, se hallaban alfombradas de millares de hojas secas amarillas, ocres, algunas pocas arreboladas.
En algunos de los claros del bosque se amontonaban arbustos de brezo que todavía conservaban algunas de sus flores rosadas y, desde esos lugares, se podía apreciar cómo cientos de árboles tapizaban el monte de tonalidades verdes, amarillas y rojas. También pude contemplar varios acebos con sus drupas rojas, así como un enebral cuyos matojos estaban repletos de bayas negras.

Al salir del bosque, avisté pequeños grupos de ovejas que pastaban dispersas en la dehesa. Conforme me fui acercando a la cabaña del pastor tuve un mal presentimiento, me resultaba extraño que ninguno de los perros hubiera salido a mi encuentro. Cuando llegué a los corrales, aparecieron ladrando. Boni no estaba con ellos. Traté de calmarles, pero me resultó imposible, estaban muy inquietos y no paraban de ladrar. De pronto comprendí que con sus movimientos y con sus ladridos querían guiarme hacia algún lugar. Les seguí hacia una zona arbolada de las cercanías y me temí lo peor al ver el cuerpo de Boni en el suelo junto a una rama de tamaño considerable que parecía haberle golpeado: había restos de sangre seca en su cabeza y presentaba rasguños y magulladuras en el rostro. Enseguida comprobé que seguía respirando y sentí un gran alivio. Cuando él me vio, trató de hablarme, pero de su boca solo salían unos sonidos incomprensibles y, aunque movía las extremidades, era incapaz de enderezarse. Su cara y sus manos estaban muy frías; me quité la pelliza y lo abrigué.

– Tranquilo Boni, no te muevas –le dije. Ahora mismo llamaré a los guardas rurales y te llevaremos al hospital.

Mientras hablaba con ellos por el transmisor de radio, observé que los perros se habían aproximado al pastor y, después de lamerle la cara durante un buen rato, se acomodaron a su alrededor proporcionándole calor. Preocupado, me pregunté cuánto llevaría en ese estado y si aún estaríamos a tiempo de salvar su vida.

Esperando al equipo de rescate desfilaron por mi mente escenas e imágenes de mi infancia donde Boni me enseñaba a reconocer el rastro de los jabalíes y a orientarme en el bosque, a distinguir los trinos de las aves, a disfrutar de la sombra los días de mucho calor, a recoger los frutos silvestres, a vadear las torrenteras sin dejarme arrastrar por la fuerza de la corriente. Viendo sus manos callosas recordé cómo me había adiestrado a coger los insectos sin dañarlos y a recolectar setas, así como a distinguir algunas plantas con usos medicinales de las venenosas. Algunas veces, como cuando encontrábamos un lagarto sobre una piedra calentándose al sol, me pedía que lo contemplara en silencio, que no lo molestara, que respetara su reposo. Aquel sabio pastor que ahora yacía junto a mí me había iniciado en el conocimiento de la naturaleza y me había preparado para vivir en armonía con ella.

Luego recordé cómo había días en los que se me caía el mundo encima y me sentía desdichado y muy solo. Cuando eso sucedía solía subir al monte para estar un rato con Boni y hablábamos de los amigos o de mis primeros escarceos con las chicas; él, con palabras sencillas, me explicaba los misterios del deseo y del amor y distinguía las compañías de la verdadera amistad. Y siempre quería saber cómo me iba en la escuela. Insistía en que aprovechara la oportunidad que tenía de seguir estudiando y me ponía el ejemplo de su propia vida: la muerte prematura de sus padres había frustrado la posibilidad de que pudiera ejercer alguna ingeniería, teniendo que ponerse a trabajar siendo todavía un niño. Y no es que se quejase de que su vida hubiera sido una amargura por no haber podido culminar uno de sus sueños; muy al contrario, siempre había sabido disfrutar de su trabajo y se consideraba una persona feliz en el monte con sus ovejas.

Pero lo que yo más apreciaba de Boni era su bondad. Siempre tenía una frase amable tanto para los vecinos como para los forasteros y, en cualquier momento, estaba dispuesto a ayudar a quien lo necesitase sin pedir nada a cambio. Nunca le escuché una mala palabra contra nadie. Incluso si la persona que estaba delante le había ofendido, se esforzaba en comprender el porqué de su comportamiento. Decía que algunas personas desconfiaban de todo y de todos, y que eso les causaba un profundo malestar, les agriaba el carácter y hacía que sus vidas en el mundo que habitábamos fuese más difícil.

Boni había sido una verdadera enciclopedia para mí. Me había enseñado no solo a contemplar la naturaleza respetándola, sino que, gracias a su sabiduría natural, había guiado alguno de mis primeros pasos por los caminos de la vida.

Uno de los miembros del equipo de rescate le colocó un suero en uno de los brazos y, tras acomodarlo en el interior del helicóptero, me pidió los datos identificativos del pastor. Luego, el aparato despegó verticalmente y yo lo seguí con la mirada hasta que desapareció en el cielo. Me estremecí al pensar que el tiempo de mi viejo amigo quizá se estuviera acabando. Temí por su mujer, ¿qué sería de ella?, ¿cómo se arreglaría sin Boni? Dejé a los perros cuidando del ganado y me dirigí a la aldea con la intención de ayudar a Matilde en todo lo que pudiera requerir.

Por el camino abracé a una haya centenaria y, como si fuera una diosa del bosque, le rogué para que arropara a mi querido pastor. En ese momento se levantó una suave brisa que parecía susurrar su nombre… y unas lágrimas se deslizaron por mi rostro.

 

 

 

Adioses


Adioses

E. Clavé Arruabarrena.
Medicina Interna. Experto en Bioética. Hospital Donostia. Guipúzcoa.
Blog: relatoscortosejj

 
Adioses

Ilustración: Omar Clavé Correas.

 
 

Tomás observó fijamente los ojos de Carmen, la oncóloga. Ella, rehuyendo su mirada, le informó que el tratamiento experimental al que se había sometido no había dado el resultado esperado, el cáncer se había extendido. Lo cierto era que él ya lo sospechaba puesto que, cada día que pasaba, se iba encontrando peor. Tras un breve periodo de silencio, le preguntó cuánto tiempo de vida le quedaba. Unos meses, quizás un año…, le respondió. A continuación, Carmen le indicó que iba a hacer una interconsulta a la unidad de cuidados paliativos; también le extendió una receta de ansiolíticos.

Se levantó de la silla cuando finalizó la consulta y, con el semblante sereno, se despidió de la especialista que le había atendido en el último año. Sus dudas se habían disipado, tenía claro lo que debía hacer a partir de ese momento. Al llegar a su domicilio, se dirigió al estudio, extrajo unos folios del cajón y comenzó a escribir a su amigo…

Hola Juan Carlos:

La pasada semana subí al desván de mi casa; cajas apiladas, cachivaches y legajos se amontonaban por las esquinas. Resultaba una misión casi imposible encontrar algo en aquel batiburrillo, así que tomé la decisión de ordenarlo. No sé cuántas bolsas he depositado estos días en la basura. Ayer, absorto en plena faena, encontré un pequeño baúl ya olvidado. Al abrirlo, di con algunas fotografías de nuestra infancia. Me llamó la atención la grisura de las calles, los muros agrietados de las casas, la escasez y las penurias de aquella época. Las imágenes se correspondían con un tiempo sombrío, pero que, en mi memoria, se tiñen de alegres colores. Rememoré los días de lluvia de mi niñez y cómo las nubes se reflejaban en los charcos; entonces me parecía un milagro que el cielo se hallara al alcance de mis manos. A veces, hasta los colores del arco iris se dibujaban en el agua. No sé en qué instante perdí la inocencia, pero cuando supe que la iridiscencia se generaba con las pequeñas fugas de aceite de los vehículos de motor no recuerdo haberme sentido frustrado. Por el contrario, lo que sentía era una enorme curiosidad por conocer el origen de aquellos fenómenos o el funcionamiento de cualquier artilugio. Ahora, al mirar los ojos de los niños cuando descubren su propia sombra o el agua cristalina que brota de un manantial, siguen conmoviéndose mis entrañas. Añoro ese tiempo de la infancia en el que fui tan feliz.

Fue en otro periodo de nuestra existencia –ese en el que un universo turbulento y misterioso se abre paso en nuestro interior- cuando ocurrió el incidente que modificó mi manera de estar en el mundo. Me consta que aquel suceso afectó a la vida de Javier y, es posible, que quedase también grabado en tu recuerdo. Fue entonces cuando cristalizó nuestra amistad. Aquel día salimos muy de mañana hacia las minas abandonadas con el resto de la cuadrilla. Teníamos la intención de recoger minerales para la clase de ciencias naturales. Apenas había pasado un cuarto de hora cuando Javier recibió sus primeros insultos. No era la primera vez que se cebaban con él. La delicadeza de su rostro, su gesto amanerado, despertaban los peores instintos de aquellos desalmados. Se me hacía insufrible aquella crueldad, pero yo no me atrevía a defenderle, sentía un gran temor de que pudieran tomarla conmigo.

Como siempre, tú te enfrentaste a ellos y, luego, tuviste que soportar sus burlas y su desprecio; como siempre, yo admiré tu valentía.

A media mañana encontramos un sapo a la vera del sendero. A Jósean -¿recuerdas que él siempre llevaba la voz cantante?- se le ocurrió la “brillante” idea de practicarle una vivisección. Decía que era la mejor manera de estudiar el funcionamiento del corazón, que así podríamos observar directamente los latidos de aquel animal. Mientras Damián y Alberto se ocupaban de sujetar las patas del pobre batracio con unas ramas, Jósean sacó la navaja de su bolsillo y extrajo la hoja de la hendidura. Aquella desgraciada criatura que había caído en nuestras manos ni siquiera croaba, pero su silencio era todo un clamor. El sapo, al sentir el contacto del filo sobre su piel, comenzó a hincharse como un globo. La escena que yo estaba contemplando era de un horror insoportable. Así que tomé una vara gruesa que se hallaba en el camino y, con ella, golpeé repetidas veces a aquel desgraciado animal hasta matarlo. Recuerdo, como si hubiera ocurrido ahora mismo, la mirada de estupefacción de Jósean. Luego, arrojé el palo y me alejé. Al cabo de unos pocos minutos noté que solo Javier y tú me seguíais y, los tres juntos, continuamos el camino sin mirar atrás. En ese instante fui consciente de lo que acababa de hacer y, también, de que solo vosotros dos habíais comprendido el profundo significado de mi acto.

Te preguntarás por qué te estoy narrando un acontecimiento que ocurrió hace ya tantos años y que, posiblemente, hayas olvidado. La verdad es que necesito hacerlo para que comprendas lo que escribiré a continuación. Ten paciencia.

Creo que compartirás conmigo que la mayoría de los niños encuentran algún motivo de alegría o felicidad incluso en las situaciones más adversas. A esa edad, las palabras de alguien que nos aprecia, una caricia o un objeto cualquiera con el que podamos entretenernos, nos permite soslayar cualquier mal rato que hayamos podido experimentar. La adolescencia ya es otro cantar. Aprender a vivir como un adulto no resulta nada fácil y si, además, los que te rodean se burlan siempre de ti o no deseas volver a casa porque tus padres se pasan la vida riñendo, todo empeora. En esa época, cuando observaba las filas de hormigas que transportaban semillas y trocitos de hojas aferradas a sus mandíbulas, las envidiaba. Me maravillaba su determinación, que cada una de ellas supiera lo que tenía que hacer. Yo, por el contrario, me debatía en un mar de dudas, no sabía qué decisión tomar, cuál era el camino que debía seguir. En aquellos momentos, solo vuestra amistad calmaba el desasosiego que sentía. Con el paso de los años nuestros destinos se separaron. Sin embargo, siempre presentí que nuestros espíritus seguirían unidos de algún modo, entrelazados en el tiempo y el espacio.

Sabía de la existencia de Javier a través de su madre, a quien yo atendía en el ambulatorio. Bien en la consulta o bien en la calle, la madre de Javier me iba describiendo las vicisitudes de su vida. Me contó que, después de hacer la mili, se había ido a vivir a Barcelona. Allí había trabajado como bailarín en espectáculos de variedades y, algunos años más tarde, había formado parte de varias orquestas aprovechando sus conocimientos musicales. Me reveló que, Javier, ya no ocultaba su homosexualidad y que había tenido varias parejas; también que le contaba muchas cosas de nosotros y, me aseguraba, que habíamos sido sus mejores amigos.

Una tarde me topé con ella paseando por la alameda. Me confesó que estaba muy preocupada con Javier. Estaba enfermo y sabía que no se encontraba bien; además, en ese momento no tenía pareja, vivía solo. Ella le había rogado que volviera a casa en numerosas ocasiones para que pudiese cuidarlo, pero él siempre se negaba. Fue por entonces cuando recibí una llamada telefónica de nuestro amigo en el consultorio. Afirmó que se sentía muy enfermo, que su enfermedad no tenía solución y que necesitaba hablar de un asunto muy importante conmigo. Me pidió -más bien me suplicó- que fuera a visitarle, ya que él se encontraba muy débil y apenas tenía fuerzas para salir de su domicilio. Aprovechando que se acercaba el puente de la Constitución, solicité al director médico del centro de salud unos días de permiso y viajé a Barcelona en tren.

No me costó encontrar su dirección. Vivía en la planta baja de un edificio antiguo. Cuando abrió la puerta y le vi, me sentí profundamente consternado. Estaba muy delgado, había perdido casi todo el cabello y se desplazaba lentamente apoyándose en las paredes y con la ayuda de un bastón. Nos sentamos en la cocina a tomar un café y nos pusimos rápidamente al día de nuestras vidas. En un momento dado, aseveró que siempre había intuido que yo me dedicaría a una profesión cuya finalidad fuese ayudar al prójimo y que, de todas las posibles, se había alegrado mucho de que yo hubiera decidido ser médico. Me dijo que, desde que éramos muy niños, había reconocido mi especial sensibilidad hacia el sufrimiento de los demás y mi predisposición para el consuelo. Sostenía la idea de que yo siempre hallaba el gesto o la palabra adecuada para aliviar el dolor o el malestar de quien sufría. Pensé, ingenuamente, que era lo que él necesitaba y que para eso me había llamado, pero cuando puse en marcha los recursos que la experiencia de ejercer la medicina me había enseñado, me detuvo con un gesto y me explicó:

  • No, Tomás. Te agradezco tus palabras, pero no es eso para lo que te he pedido que vengas.

Se levantó con dificultad y se sirvió un vaso de agua. Al sentarse, habló de nuevo:

  • ¿Recuerdas el día en que te abalanzaste sobre aquel desgraciado sapo y le golpeaste hasta que murió? En aquel momento hiciste lo que yo deseaba con toda mi alma: librarle al animal de aquel terrible suplicio. Yo estaba entonces tan amedrentado que no tenía valor para enfrentarme a aquellos bárbaros.

Se detuvo un momento y tomó un sorbo de agua. Después continuó:

  • Lo que ahora necesito de ti es un acto de amor similar. Te ruego que acabes con mi sufrimiento. Deseo que me practiques una eutanasia.

Nuestro amigo me contó los pormenores de su enfermedad, el deterioro progresivo e imparable que estaba padeciendo, su miedo casi irracional a la dependencia. No quería suicidarse. Me confesó que se le hacía insoportable saber cuánto sufría su madre a causa de su estado y que no deseaba aumentar ese sufrimiento acabando él mismo con su vida. Ella nunca lo comprendería, me dijo. Esos días, Juan Carlos, fui descubriendo facetas de la personalidad de Javier que yo desconocía, puesto que solo podemos saber de otro ser humano en la medida en que él se quiera dar a conocer.

Creo que puedes imaginar el impacto que me causó su petición. No era la primera vez que un enfermo me había solicitado que finalizara con su vida, pero sí era la primera que una persona a quien me unían fuertes afectos me lo demandaba. Hasta entonces yo no había pensado mucho en la muerte, me refiero a la muerte propia. Por lo menos, en lo que a mí se refiere, morirse era cosa de los demás, de los enfermos que atendía, y solo, en contadas ocasiones, había sentido próxima la frialdad de la muerte al arrebatarme a un familiar querido.

Le pedí que me diera algún tiempo para meditarlo.

Yo te juro que deseaba con toda mi alma aliviar su sufrimiento, aunque no de aquella manera. Aquellos días le propuse todo lo que mi mente fue capaz de discurrir con el ánimo de que modificara su deseo de poner fin a su vida. Intenté traerle de nuevo al pueblo prometiéndole que aquí le atendería, que, si él quería, podría vivir conmigo, que jamás le abandonaría. Pero Javier no cambió de opinión.

De aquello, Juan Carlos, han pasado ya más de veinte años. No recuerdo bien cómo conseguí entonces los medicamentos que necesitaba para ayudarle a morir. Antes de practicarle la eutanasia, Javier me hizo prometer que no le diría nada a su madre y que la seguiría cuidando y atendiendo; también me pidió que le despidiera de ti y que te explicase –cuando yo lo estimase oportuno- que moría en paz y recordando la buena amistad que nos había unido a los tres. Cuando los fármacos empezaron a surtirle efecto, yo no pude reprimir el llanto. Entonces, él me miró y, sonriendo, exclamó: ¡llora tranquilo, Tomás!, ¡te quiero!, ¡Adiós!

No le dejé solo en ningún momento. Nuestro amigo murió acompañado y sintiéndose querido. Te puedo asegurar que sus últimas palabras aliviaron el pesar que yo sentía. ¡Te das cuenta, Juan Carlos!, ¡fue Javier quien finalmente me consoló a mí! Había padecido tanto y de tantas maneras distintas a lo largo de su vida que sabía del sufrimiento -y de su consuelo- mucho más que yo.

Y ahora llega mi “adiós”, querido amigo. Mi enfermedad tampoco tiene cura y he descubierto que no tiene sentido para mí vivir los días que me restan sufriendo. Antes de que la medicación turbe mis sentidos -y yo deje de ser yo- me despediré de esta mañana de cielo azul, del aroma de la hierba fresca, del olor a mar que baña la costa y del canto del jilguero que se cuela por la ventana. Quizás algún día, quien sabe, alguno de nuestros átomos vuelva a entrecruzarse de nuevo.

Rentería, primavera de 2023.

 
 

 

 


Leire

Leire

E. Clavé Arruabarrena.
Médico jubilado, Especialista en Medicina Interna. Guipúzcoa.

Blog: relatoscortosejj

Ilustración: Omar Clavé Correas.

1

Los padres de Leire y el doctor Riera

El doctor Clemente Riera aplicó todo su conocimiento y su experiencia durante días para librar de la muerte a Leire, pero su cuerpo no pudo resistir más. Cuando la muchacha exhaló su último suspiro, el facultativo sintió una enorme tristeza y un profundo vacío. La enfermera que le acompañaba pronunció algunas palabras antes de salir de la habitación, pero el médico ni siquiera la escuchó y se quedó a solas contemplando el cadáver. El rostro de la joven irradiaba una dulzura que, pese a la dureza de su final, nunca había llegado a perder.

El clínico trató de mitigar su pena recordándola viva, sonriendo, entretenida con sus juegos de bolsillo, pero, lejos de disminuir su congoja, apreció que una extraña mezcla de emociones y sentimientos de desazón, de frustración y de ira crecían en su interior, adueñándose de él, enmarañando su alma sin dejar resquicio para el consuelo. Mientras trataba de contener el desconcierto que le asediaba, entró la mamá de Leire, quien, desfallecida, se acercó a la cama donde yacía el cuerpo inerte de su hija; su marido la seguía por detrás gimiendo, con la respiración agitada. Ambos, con los ojos anegados en lágrimas, se abrazaron a la joven mientras repetían su nombre dando voces desgarradoras.

De pronto, sonó el mensáfono avisando al doctor Riera que se dirigiera al control de enfermería. Antes de salir de la estancia, el galeno posó su mano en el hombro de la mamá de Leire, quién, volviéndose hacia él, le abrazó. El dolor de aquella madre le conmovió hasta el punto que no pudo reprimir su llanto; luego, se les unió el papá de Leire y, los tres, permanecieron enlazados, hipando y sollozando un buen rato.

2

Remordimientos

Al finalizar la jornada, Clemente abandonó el centro asistencial preso de un cansancio infinito y clamando en su interior contra la injusticia de la naturaleza. Junto al dolor y el desconsuelo, sentía remordimientos porque se daba cuenta de que Leire había fallecido sin que él la hubiera llegado a conocer bien. Nunca se le ocurrió preguntar si le gustaban las flores, si sabría reconocer el aroma de un tilo en flor, la fragancia de la madreselva, el perfume del jazmín o si, algún día, había disfrutado de un paseo por un prado cubierto de amapolas. Desconocía si le divertía tumbarse en la arena de la playa o le complacía el sabor a salitre en sus labios. Tampoco sabía si se emocionaba escuchando la música o el trino de los pájaros, si, al surgir el sol después de la tormenta, se maravillaba cuando aparecía el arco iris, o si, alguna vez, había notado que su rostro se arrebolaba al cruzar su mirada con la de algún joven que le agradaba.

El doctor Riera se sentía apesadumbrado al estimar que la ausencia de aquella adolescente solo le importaría a su familia; que su desaparición sería anónima para el resto del universo, como casi todas las muertes. Se preguntó si sus padres, sus hermanas, sus abuelos, ahora afligidos por el duelo, seguirían padeciendo con el correr de los años o si, ahora que ella ya no estaba, respirarían aliviados al comprobar que ya había dejado de sufrir. También consideró si, al fin, sus familiares alcanzarían la paz al saber que ya no deberían preocuparse de lo que le podría suceder a Leire cuando ellos ya no estuviesen; o si, a partir de ahora, todo sería confuso, con sentimientos encontrados de pena y de culpa cuando acudiera a ellos aquel pensamiento en el que, quizás un día, desearon su muerte y que, al momento, desecharon.

Por el camino, Clemente recordó cómo, cuando él era un niño y enfermaba, se aburría mucho guardando reposo en cama, los minutos transcurrían lentos y las horas se le hacían eternas. En ese instante, se detuvo a pensar si a Leire le ocurriría lo mismo, si los días y las semanas se le habrían hecho largos, y se estremeció al imaginar el posible padecimiento de la joven. Abrumado, alzó su mirada al cielo y rogó al Señor porque el tiempo de sufrimiento de Leire le hubiese parecido corto.

Sin apenas darse cuenta había llegado a su domicilio, abrió la puerta y, dirigiéndose a su dormitorio, se refugió en la cama llorando desconsolado.

3

El recordatorio

Habían pasado ya cuatro meses desde su muerte cuando el doctor Riera recibió un sobre que contenía el recordatorio con una fotografía de Leire. Él no lo necesitaba para tenerla presente, no le era posible librarse de su recuerdo. Rememoró el día en que la había conocido, junto a otros niños y jóvenes que acudían a una institución especializada en la atención de enfermedades congénitas y degenerativas. Entonces era un médico maduro, con años de experiencia asistencial y, sin embargo, al entrar por vez primera en aquel centro, se quedó desconcertado por la algarabía reinante. Observó cómo algunos niños y adolescentes recibían tratamientos de fisioterapia, a otros les entrenaban en las habilidades necesarias para superar sus dificultades cotidianas, varios nadaban en una piscina climatizada acompañados de sus monitoras, los menos trataban de distinguir las letras y discernir los colores trazando líneas sobre folios en blanco o encajando puzles. El doctor Riera, que se había sentido ilusionado al recibir la llamada de los médicos del lugar para que les ayudara en el control de las infecciones –sobre todo respiratorias- que padecían, se sintió sobrecogido y acobardado al constatar las discapacidades de aquellos desventurados usuarios. Sin embargo, aquel temor se tornó en una especie de satisfacción a los pocos meses de atenderlos al saber que su presencia era realmente útil.

El establecimiento disponía de un prado ajardinado protegido por matorrales silvestres, fresnos, tilos y algunos robles, que se utilizaba como lugar de recreo de espera entre las distintas sesiones de fisioterapia. Escondido tras las cortinas de su despacho o bien oculto entre los rosales, el galeno observaba a los chicos y chicas acompañados de sus monitoras o de sus familias; de ese modo, podía sentir sus cuerpos palpitantes de vida en perfecta armonía con las estaciones del año: inquietos como pájaros en primavera, sesteando a la sombra de un árbol bajo el sol del estío, palideciendo tristones con la caída de las hojas y el viento del otoño, tiritando con los primeros fríos del invierno.

Fue de una manera casi imperceptible como se fue generando una cálida relación de amistad entre el doctor Riera y los padres, abuelos y hermanos de aquellos jóvenes que padecían alguna enfermedad o sufrido un accidente que les había incapacitado; o que, tocados por la desgracia, tenían algunos genes alterados. Se sentía cercano y solidario con sus historias personales –algunas de ellas complicadas–. Su espíritu se alegraba cuando reían y se ilusionaba con sus esperanzas, pero también, cuando le contaban sus cuitas, percibía sus sufrimientos, generándose situaciones que le producían un desasosiego especial. Era un mundo nuevo, desconocido, que despertaba en él un interés inusitado.

4

Una tristeza serena

El doctor Riera se encerró en su despacho con la imagen de Leire en la mano, tan inocente, tan bella… La había atendido durante años de las secuelas de la enfermedad congénita que padecía; dolencia que la había abocado de manera inmisericorde a una discapacidad severa. Desde muy niña precisaba de una silla de ruedas para los desplazamientos, de cuidados para cualquier actividad que quisiera realizar, de fisioterapia respiratoria para preservar, dentro de lo posible, su función pulmonar y, en los últimos meses, de oxígeno que paliara su fatiga.

Al final, el destino cruel que su condición le había reservado se impuso y quienes cuidaban de aquella adolescente dejaron que la naturaleza siguiese su curso. Sin embargo, para Clemente no fue una tarea sencilla, pensaba que podía haber hecho algo más por ella, se culpaba de no haber sabido acompañar a Leire en su tránsito a la otra vida –o a la nada-, de abandonar a sus padres en el duelo, se sentía responsable de tantas cosas… Sabía que el tiempo restañaría mal que bien sus heridas, pero que las cicatrices afearían su alma alejándole aún más del resto de seres que pululaban a su alrededor.

Como destellos de la memoria, Clemente Riera percibió fragmentos de su niñez olvidada, de su juventud extrañada, de sus amores perdidos; periodos de contornos imprecisos, pero que lo habían modelado y convertido en un hombre retraído y sombrío. Nunca se había sentido a gusto en este mundo de desgracias y los años habían agravado su tristeza, su cansancio. Sobrepasaba la edad de la madurez, el tiempo de cosecha ya había caducado y su vida era de una grisura inconmensurable. Estaba inseguro, temeroso ante la jubilación y el declive de la vejez y, aunque todavía su cuerpo se mantenía firme, era consciente de que las horas, los días, los meses se desvanecían con rapidez, de que los años se le escapaban irremediablemente. Temía al viento frío, a las ramas sin flor, a las hojas muertas, a la oscuridad tras haber llegado a este momento de su existencia y reconocer que la vida se la había perdido, malgastado.

Volvió a sentirse impotente, rabioso. Hubiera querido enmascarar su propia realidad, hacerla más tolerable, pero no sabía cómo liberarse de aquel bucle de emociones y sentimientos tan dolorosos y destructivos. Entonces, dirigió su mirada al recordatorio de Leire, a su fotografía, y, paulatinamente, la ternura que le inspiraba su recuerdo fue aliviando su espíritu atormentado. Y, cuando se hubo calmado, tomó la firme decisión de dedicar el tiempo que le quedara en esta tierra a tratar con cariño a los niños y jóvenes que acudían a aquel centro asistencial. Les ayudaría con sus conocimientos y, también, con lo que todavía restaba de su humanidad. Posiblemente, seguiría siendo un hombre taciturno, pero quizá, quién sabe, podría alcanzar la paz que su alma necesitaba, esa tristeza serena que él tanto ansiaba.

 

 

Soliloquios otoñales


Soliloquios otoñales

E. Clavé Arruabarrena.
Medicina Interna. Experto en Bioética. Hospital Donostia. Guipúzcoa.
Blog: relatoscortosejj

 
Soliloquios otoñales

Autor de la ilustración: Omar Clavé Correas.

 
 

Suenan lejanos los trinos de unos pájaros, son como notas sueltas que en el aire se desvanecen. Los árboles están desnudos y las veredas se cubren de hojas muertas y frutos marchitos. Hace un viento húmedo, huele a moho, a podredumbre. Acabó el tiempo de recolección, queda el rastrojo. Aunque es tiempo de hacer balance, de revisar las pérdidas, de pensar en el invierno, sucumbo a la desgana y me entretengo con la banalidad de lo cotidiano, tomando un té a deshoras, remendando un bolsillo rasgado del pantalón, contemplando el hervor del agua donde se cuece una patata, trampeando el desasosiego.

Más tarde, cuando la luz se oculta, vuelve el acoso del tiempo, inexorable, puntual, inflexible. Miro al espejo y me devuelve una imagen familiar, deformada: el cabello ralo y canoso, el rostro arrugado, las mejillas flácidas, el rictus depresivo de la boca, algunas cicatrices. Escudriño a través de la oscuridad de mis pupilas por el sendero que conduce a mi interior, buscando las heridas y las cicatrices de mi alma. Nada encuentro.

Al finalizar el día, medito sobre la brevedad de la vida, en que todo es efímero, fugaz, y me pregunto si existirá otra vida o si solo nos queda la nada. De súbito, me siento solo, vacío, perdido en estas cuatro paredes, minúscula materia en la inmensidad del universo. Entonces, cuando la angustia enrarece el aire que respiro, acuden al rescate el aliento de mis ausentes, la ternura de sus caricias; los siento muy dentro de mí, por eso sé que me instalaré en el alma de mis descendientes, para abrazarles cuando lo necesiten. Me envuelve una silenciosa calma, me sosiego, duermo.

………

Acuden a mi memoria imágenes de mi infancia, remembranzas que nutren este cuerpo que envejece, y se deteriora, de manera irremediable. Era una tarde de verano, yo estaba sentado en el suelo de la cocina jugando con el polvillo que se movía a través de los rayos de sol que entraban por la ventana. A mi lado, un barreño de metal contenía unas sábanas blancas inmersas en agua azulada con polvos de añil; olía a lejía. Mi madre tarareaba una canción mientras restregaba la ropa en la fregadera. Entonces mi madre era una mujer joven y fuerte, y yo me sentía protegido, era feliz.

Siendo niño, mi madre me tomaba del hombro y, con ternura, me persignaba; después de santiguarme, repetía la señal de la cruz recitando esta letanía: Dios te haga un chico bueno, guapo y un hombre de bien; luego me estampaba un beso cariñoso en el rostro y me acompañaba hasta la puerta de casa. Yo caminaba hacia el colegio sin comprender bien el sentido de las frases que acababa de escuchar; pero quería mucho a mi madre y me esforzaba en ser el niño bueno, guapo y el hombre de bien que ella deseaba. Peinando canas, leí las Meditaciones de Marco Aurelio(1). En sus pensamientos destaca, entre otros deberes, el de ser un “hombre de bien”, hacer lo que la naturaleza exige, sin desviar la mirada y como más justo nos parezca: con benevolencia, decoro y sin hipocresía. Estoy seguro de que mi madre no leyó nunca a Marco Aurelio y, sin embargo, formó parte de su vida, y, en consecuencia, de la mía.

Toda su vida temió que algo malo me ocurriera, rezaba para que Dios me protegiera y continuaba santiguándome, como al niño que ella veía, a pesar de que yo ya estuviera cursando estudios en la facultad de Medicina. Y, si salía de viaje, al deshacer la maleta, descubría en su interior unas hojas de laurel bendecidas el día de Ramos. Sufrí dos veces su muerte. La primera, larga y dolorosa, cuando contrajo la enfermedad de Alzheimer. La segunda, cuando me dejó huérfano para el resto de mis días.

Escuchando a los enfermos, transidos de dolor, gemir o clamar por sus madres en las noches de hospital, siempre he compadecido su sufrimiento. Su pesar, su desesperación, no me eran ajenos. Pienso que, al llegar mi hora, también llamaré a mi madre deseando sentirla cerca.

………

Paseando por las cercanías de la estación del ferrocarril, me sobreviene un recuerdo doloroso. Viajo con mis dos hijos en el tren nocturno para Barcelona. No hace medio año desde el accidente en el que murió su madre. Nos instalamos en el coche cama. Le retiro la prótesis de la pierna a mi hija Irene, le molesta. Pasado mañana tenemos cita con un médico rehabilitador en el hospital Vall d´Hebron. No he querido que mi pequeño Omar sintiera mi ausencia, lo he traído con nosotros. Tiene veintiún meses, le cambio los pañales antes de ponerle el pijama, está precioso. Les acuesto a los dos en las literas, se duermen enseguida. El traqueteo del tren me impide conciliar el sueño. Me embarga una enorme tristeza, temo no poder superar la situación en la que me encuentro, pero no quiero que los niños me vean así, no deseo transmitirles mi pesar. Llegamos a Barcelona, bajamos del tren y buscamos una pensión cerca del hospital. Mientras trato de liberarme del dolor que desgarra mi alma, observo cómo la gente se afana por ganar el pan de cada día. La vida continúa. Por la tarde iremos al zoo, quiero que mis hijos conozcan a Copito de Nieve. Al día siguiente acudimos puntuales a la cita en el hospital. Después de valorar a Irene, el médico rehabilitador me da dos buenas noticias: la prótesis no es necesaria y me recomienda acudir al centro ASPACE de Donostia para continuar la fisioterapia.

Entonces tenía yo treinta y tres años, la vida me era adversa, había perdido buena parte de su sentido. Hice de tripas corazón, mis hijos eran muy pequeños, me necesitaban. Ahora tengo sesenta y siete años y Kilian, mi nieto, acaba de cumplir dos años y medio. Tomo conciencia de que no se debe perder la esperanza porque, a veces, la vida te sorprende brindándote una pizca de felicidad.

………

Cada cierto tiempo repaso episodios de mi biografía preguntándome qué hubiera sucedido si las decisiones que tomé en determinados momentos hubieran sido otras; trato de imaginar cómo hubiera sido mi existencia en el caso de haber seguido un camino distinto. Este tipo de pensamientos ha sido una pesada losa en algunos periodos de mi vida, aunque nunca han llegado a torturarme. Pienso, por ejemplo, que si aquel fatídico cinco de marzo, tras haber finalizado la reunión que me condujo a Bilbao, no me hubiera quedado a comer y hubiera regresado directamente a casa, es posible que Merche no se hubiera desplazado con mi hija Irene a Zaldibia, o bien, que su salida hubiera podido retrasarse unos breves instantes y, en consecuencia, no habrían sufrido el accidente que modificó fatalmente nuestra existencia. Merche seguiría viva e Irene no habría sufrido ningún tipo de secuela. Pero luego, a renglón seguido, pienso en Marijose y en mi nieto Kilian. Es probable que no me hubiera vuelto a casar y que nunca hubiera existido Kilian. Y, quién sabe, la tristeza, quizá lo envolviera todo.

………

Mi hijo, Omar, es noctámbulo, sus neuronas se activan por la noche. La música, las imágenes, las ideas, se desparraman en su cabeza a medida que las sombras se van enseñoreando del día. Sus pupilas, dilatadas, se contraen con la luz de las farolas y los anuncios de neón. Camina rápido por la ciudad, siempre acompañado de su perro fiel. Enciende un cigarrillo tras otro que, a veces, se consumen sin apenas dar cuatro caladas. Bajo el firmamento, ora oscuro, ora iluminado por la luna y las estrellas, bullen en su mente un torbellino de planes, aromas, notas musicales que, en ocasiones, se aquietan al pasar por un punto de recogida de basuras. Mientras el chucho husmea los desperdicios, él dirige su mirada atenta a los muebles dañados y piezas que, en sus manos diestras, pueden cobrar una nueva vida. De vez en cuando, encuentra fotografías y enseres que pertenecen a una persona que mudó su estancia en la tierra. Vidas sobrantes, acumuladas en vertederos de olvido, que se reciclan o se incineran mientras el resto del universo continúa. Lo que experimentaron, lo que aprendieron, las personas a quienes amaron, todo volatilizado, reducido a cenizas. A mi hijo, entonces, se le escapa alguna lágrima; y yo me siento sobrecogido al saber que, al morir, todo lo que pudieron crear y aportar a la sociedad, nunca existirá. De inmediato pienso en las terribles pérdidas para la humanidad de tantas vidas segadas por la violencia, las guerras, las enfermedades o los accidentes, y una inmensa tristeza se adueña de mi espíritu.

Un día mi hijo me regaló uno de sus hallazgos: varias libretas manuscritas, algunos libros antiguos y un pasaporte datado en los años 20 del siglo pasado. Se trataba de un hombre cercano a la cincuentena, extranjero, bien parecido, con bigote y lentes redondas. En el salvoconducto se señalaba que su rostro era ovalado y sus ojos grises. Me sentía como un usurpador invadiendo retales de su intimidad, pero la curiosidad superó mi voluntad impidiendo que me deshiciera de aquel pequeño tesoro. El sujeto recopilaba, con una caligrafía excelente y en distintos idiomas, frases de literatos, filósofos o artistas célebres. Yo, mientras repasaba los cuadernos de este forastero, cavilaba sobre el deseo que tenemos de permanecer en el recuerdo, de que no se olviden de nosotros enseguida. Fue uno de los motivos por los que deseé saber más de la vida de este personaje, averiguar algo de su pasado, conocer las razones que determinaron que dejase su país de origen y se afincara en San Sebastián. Creía que, de esa manera, proporcionaba una oportunidad de revivirlo, de rescatarlo de la desmemoria de los vivos. Mas, pronto acudieron a mi mente los fracasos que había cosechado en mis intentos por recabar información de algunos de mis parientes ya fallecidos, y me desalenté.

………

He llevado una vida corriente, no me ha sucedido nada extraordinario. Hace tres años dejé de atender a enfermos en el hospital, me jubilé. Durante cuatro décadas, el dolor, la esperanza, el sufrimiento, el sosiego y la muerte, han jalonado mi vida conformándome tal cual ahora soy; también los aciertos y los errores. Viví avances significativos, participé de buenos proyectos, fruto del trabajo de muchos profesionales; experimenté algunos fracasos, posiblemente por vivir a destiempo, también por carencia de ambición o por comodidad o, quizá, porque la vida me había reservado otros caminos.

Siempre he pensado que una medicina sin corazón no puede ser buena, que una medicina que exclusivamente se mueve en los límites de la razón, yerra. Hubiera deseado que los profesionales de mi tiempo hubiesen incorporado en su pensamiento a Blaise Pascal(2) y que todos hubiéramos sentido como él que “el corazón tiene razones que la razón no comprende”. Creo que si mirásemos con los ojos del corazón, podríamos mostrarnos más compasivos y acercarnos con una sensibilidad amorosa al sufrimiento de los enfermos.

Entre las experiencias profesionales que he vivido me resulta imposible olvidar la expresión de las miradas de personas que se suicidaron mientras yo les atendía. Siempre he sentido una gran inquietud por saber qué es lo que veían. Conforme ha ido discurriendo mi vida, presiento que lo que presenciaban era el horror, la soledad, la oscuridad, el vacío infinito. A veces pienso que si me hubiese acercado a ellos con el corazón más abierto hubiera captado mejor sus pesares, habría podido acompañarles mejor en su sufrimiento y, quizá, quién sabe, habrían continuado con sus vidas.

Durante algún tiempo, mi pensamiento estuvo repleto de clichés, de deseos, de utopías. Creía firmemente que las mujeres estaban más dotadas para el amor y la compasión. Por eso deduje que el desembarco de tantas mujeres en la profesión médica era lo que ésta necesitaba para un cambio de paradigma, para que, realmente -no de cara a la galería-, la medicina estuviera centrada en las necesidades del paciente. Me desencanté. Descubrí que las mujeres pueden ser igual de virtuosas o de inhumanas que los hombres, y que, en bastantes ocasiones, el enfermo está en la periferia de sus objetivos; que la medicina, que muchas veces se practica, está dirigida a un enfermo hipotético, imaginario, irreal. Por otra parte, me costó comprender cómo algunos intereses mezquinos, instalados en pequeñas parcelas de poder, se alejaban de la perspectiva del enfermo como centro de todo.

………

He visitado a dos compañeras con las que compartí momentos inolvidables en el hospital. Las aprecio mucho, por distintos motivos. Las dos pertenecen a una generación anterior a la mía, ambas se han adentrado ya en el invierno de sus vidas.

La mayor de ellas vive sola, tiene ochenta y ocho años y se arregla con la ayuda de una cuidadora durante algunas horas al día. Agradece los minutos que su familia o los amigos le podamos dedicar, cada muestra de afecto que le podamos aportar. También da las gracias a Dios porque le ha proporcionado una vida larga y provechosa, pero cree que ya ha vivido suficiente y desearía abandonar este mundo sin sufrimiento. Me confesó que no le importaría dormir y no despertarse más; creo que lo desea incluso. Sin embargo, se resigna, cree en la voluntad de Dios, en que sus designios son inescrutables. Aseguró que, después, nos veríamos en el cielo. A pesar de expresarle mis dudas sobre si yo merecía ir al cielo, se mostró convencida de que allí nos volveríamos a ver.

La más joven está enferma desde hace un par de años, le cuesta respirar, le traicionó su corazón. Ahora, apenas sale de casa, la disnea limita su movilidad; su vida discurre entre cuatro paredes revestidas de recuerdos. Siempre ha sido una mujer optimista, y lo sigue siendo. Aunque desconoce cuánto tiempo más estará entre nosotros, no se engaña; sabe que se desliza por una pendiente que solo se detendrá en la muerte. No padece angustia, considera que la naturaleza actúa sabiamente, que llegará el día que tiene asignado y podrá descansar.

Ambas son mis amigas, profesoras de lo que resta de vida, me enseñan, al igual que muchos de los enfermos que he atendido, que a morir también se aprende.

………

El otoño languidece. Unos gorriones corretean por el suelo alfombrado de hojas muertas afanándose por encontrar el sustento diario. El cielo, casi siempre gris; a veces, como hoy, soleado, pero con unos rayos que apenas calientan. Se oye un rumor de fondo, conversaciones entrecortadas, de vez en cuando algunas risas. Cuando menos lo espero, descubro algo que desconocía, es el universo que me sigue sorprendiendo. Me conmueve saber que, en unos pocos lustros, las naves espaciales amartizarán y el hombre colonizará Marte, que, más adelante, viajará a otros planetas. No sé si tendré tiempo de verlo, pero me siento dichoso pensando que mis hijos y mi nieto lo puedan ver.

Algunos de mis seres queridos no nacieron para envejecer, murieron jóvenes. Otros se ausentaron mediada mi vida. A veces, como si fuera un presagio, siento que se acerca la noche oscura, sin retorno. La ahuyento, pero, tenaz, vuelve cuando menos lo esperas. Entonces me pregunto cuánto tiempo tiene reservada la vida para mí. No obtengo respuesta, pero sí sé que haber amado, que ser amado, inunda de sentido mi vida. Cuando yo ya no esté, permanecerán los ríos, las montañas, el aroma de las flores, el canto de las aves… La vida continuará sin mí, y pienso que ha merecido la pena vivirla.

 

Referencias

  1. Meditaciones. Marco Aurelio.
  2. Pensamientos. Blaise Pascal.

 
 

 

 

El amor en tiempos del COVID-19 (cuento)


 

El amor en tiempos del COVID-19 (cuento)

Dr. Silber
Profesor Emérito de Pediatría, George Washington University, División de Medicina del Adolescente y el Adulto Joven, Children’s National Hospital, Washington DC.

 

 

Dorita es mi paciente, viene a la consulta por cefalea. Es mi última paciente del día y me doy cuenta que está afligida y me quiere contar su historia.

Voy a transcribir su relato tal cual sucedieron las cosas.

(La escena 1 comienza en Zoom).

Dorita y Tomas son una parejita adolescente.

D: ¿Qué estás haciendo ahora? Yo ya acabé mi tarea en línea.

T: Practicando con mi guitarra.

D: ¿Cómo están todos?

T: Papá está sin trabajo y está viendo una telenovela con mis hermanas. Mamá está afuera arreglando su motocicleta. ¿Qué tal Uds.?

D: Papi y Mami tuvieron que hacer otro turno en el Hospital, así que estoy aquí sola.

T: ¡Dorita, entonces puedo visitarte ahora y tocar la guitarra para ti!

L: ¡Me encantará!

(Terminan)

T: Hola Papá voy a visitar a Dorita.

Padre: Está bien, Tomas, pero colócate tu mascara y mantén tu distancia.

T: Adiós Mamá.

Madre: ¿Qué te parece el brillo que le di? ¿Qué pasa con la guitarra? Saluda a los Rodríguez-Martínez. Ven aquí, tengo que ajustarte el pañuelo. También…

T: (Interrumpiendo) Está bien mamá. Me tengo que ir.

(Escena 2: llegando a la casa de Dorita, Tomas saluda con entusiasmo).

T: Oh Señorita Dorita María Rosa Teresa Rodríguez Martínez, con esa mascarilla de lentejuelas doradas, te ves más hermosa que una princesa, tus ojos pardos se destacan como estrellas en el cielo y …

D: ¡Halagador! Bueno, al menos la mascarilla oculta los granos en mi nariz… y usted Sr. Tomas Garaycochea, con su bandana verde parece un “bandolero”, un bandido… aunque guapo.

Adelante, puedes tocar la guitarra y luego te invitaré a ver la casa…

(Escena 3: Dentro de la casa)

El recorrido por la casa sigue a la “serenata”, comenzando por la sala de estar, mostrando una impresionante colección de libros.

T: Veo una colección asombrosa de ciencia ficción.

D: A mi padre le encantan esas cosas. Traté de ver lo que él encuentra tan fascinante, así que comencé a leer “Los invasores invisibles”. Lo encontré poco realista e increíble, así que dejé de leerlo. Además, sé que acabaría mal.

T: ¿Cómo lo supiste?

D: Autor ruso.

T: Cuénteme la historia, así no necesite leerla.

D: Llega a la tierra un ejército invisible. Aterrizan en cuevas remotas y desde allí inician la invasión mundial. El líder del mundo libre en ese momento es un millonario americano grosero y torpe, que ignora a sus asesores y proclama que la invasión es un engaño. Entonces la gente empieza a morir. Luego culpa a la administración anterior y a los chinos. Fue entonces cuando dejé de leer. Es por eso que no me gusta la ciencia ficción… ¡Como si algo así pudiera suceder alguna vez! Yo lo habría escrito completamente diferente, como una leyenda, algo al estilo de mi autor favorito.

T: ¿Quién es ese? El mío es el que escribió “Star Wars”.

D: Jorge Luis Borges.

T: Nunca escuché de él. ¿Cómo habría escrito la leyenda?

D: “… Venían de Tlon, donde habían sido visibles luciendo sus coronas especuladas. Poco a poco se volvieron invisibles. Cuando llegaron a la Tierra comenzaron sus tareas de durmientes… “

T: Suena aterrador, ¿qué es eso?

D: “Los durmientes sueñan el mundo. Los invisibles soñaron dinosaurios, los primeros homínidos, el fuego, tigres y laberintos. Luego soñaron con ciudades y guerras, con Auschwitz e Hiroshima. Soñaban riquezas increíbles y la pobreza más extrema. Soñaron el derretimiento de los glaciares, incendios por doquier, tsunamis, islas que desaparecían… y cuando despertaron ya era tarde”.

T: Tienes mucho talento. Algún día serás una escritora famosa. A mi también me gusta escribir.

D: Qué bien. ¿Qué escribes?

T: Versitos, aquí va uno:

Había una princesita en Valladolid

Que mucho temía al Covid

A visitarla vino un príncipe con gran prisa,

cuyo único atuendo fue su máscara verde.

Le declaró su amor con una sonrisa

diciéndole: Princesa mi corazón arde,

necesitamos aparearnos mi dulce princesa

antes de que sea demasiado tarde!

D: Tomas, eres un cerdo… pero un cerdo simpático. Ahora te voy a mostrar mi dormitorio.

(Escena 4. En el dormitorio de Dorita)

T. ¡Todo es de color rosado!

D. Me encanta el color rosa, ¿por qué te sorprende?

T. Mi madre prohibió ese color en las habitaciones de mis hermanas.

D. ¿Por qué?

T: No lo sé, puede que tenga algo que ver con que ella sea policía. Tampoco permitió el ballet que a ti tanto te gusta… pero mis hermanas están en camino al cinturón negro. ¿Qué pasa con todos esos unicornios sobre tu cama?

D: Uh… son de mi hermana.

T: Dorita, tu hermana tiene 27 años y vive en Barcelona. Pongamos todos los unicornios sobre las mesas de luz, así tenemos toda la cama para nosotros.

(Los unicornios son transportados)

D: (con voz seductora) y ahora qué Tomas?

T: Bueno, ahora tenemos que cumplir la primera ley de la epidemiología: tenemos que quitarnos toda la ropa, ya que puede estar contaminada. Luego nos acostamos en tu cama…

D: (en voz baja) Tomas, ¿llevas protección?

T: Por supuesto, me quedo con mi máscara puesta. Dorita, ¿por qué estás tan tensa de repente?

D: Nos están mirando.

T: (alarmado) ¿Quién?

D: Los unicornios.

(Después de colocar los unicornios debajo de la cama, hicieron el amor).

T: Eso fue maravilloso, un sueño hecho realidad.

D: “Te quiero”.

(Algo más tarde)

T: ¿Por qué lloras?

D: Tú sabes por qué.

T: No, no lo sé.

R: Me has engañado Tomas… Recién te escuché toser.

Hice los estudios correspondientes, la prueba de embarazo y de Covid 19 fueron negativas e indiqué contracepción y la vacuna.

 

 

 


El beso


El beso

E. Clavé Arruabarrena.
Medicina Interna. Experto en Bioética. Hospital Donostia. Guipúzcoa.

 

Ilustración: Omar Clavé Correas

 
 

Lucas no pudo conciliar el sueño durante la noche, tenía el alma rota. Se levantó apenas empezó a clarear, se puso un chándal y salió de casa. Después de dar varias vueltas sin rumbo fijo por el centro de la ciudad, tomó una de las calles que conducían al puerto. Al llegar, dejó atrás la dársena y avanzó por el sendero que, bordeando la costa, conducía a una de las lomas que se adentraban en el mar. Por el camino reparó en el reclamo de las gaviotas, se imaginó a un coro de plañideras entonando gritos lastimeros. Consideró que aquel grupo de aves habría reconocido su sufrimiento reflejado en su rostro, se figuró que se compadecían de él. Pero luego desechó esa idea. En realidad, aquellas gaviotas se mofaban, revelaban su verdadero carácter, temeroso, pusilánime. Al llegar a la zona más elevada, contempló el acantilado. Ofuscado, se acercó al pretil y miró hacia las rocas. El embate de las olas del mar siempre le había inquietado, el estruendo era ensordecedor, se preguntó si tendría valor…

En aquel momento, se levantó un leve viento marino que llevaba en el aire un suave aroma a salitre. La fragancia del mar despertó algunos recuerdos del verano y, como si fuera un lenitivo milagroso, apartó por unos instantes los pensamientos que le torturaban. Rememoró una tarde de estío que estuvo caminando por calles dormidas, bajo un cielo lánguido, con el espíritu ausente y preso de una aflicción inexplicable. Exhausto, se detuvo junto a un árbol herido del paseo y posó su espalda sobre el tronco, frente a una marquesina. De pronto, como si de una aparición se tratara, la vio descender de un autobús. Sus miradas se cruzaron y se sintió atrapado en sus ojos. Su corazón empezó a latir con fuerza, deprisa, parecía desbocado. Paralizado por la emoción, observó cómo se alejaba por la acera hasta doblar la esquina. En cuanto se recuperó, fue tras ella, pero ya era tarde, había desaparecido. Aquel sentimiento era nuevo para él. Era algo desconocido, pero maravilloso. Se preguntó si lo que había experimentado era amor, si podía enamorarse uno así, sin proponérselo.

Al día siguiente acudió a la parada del mismo transporte interurbano con la esperanza de volverla a ver. Esperó durante dos horas, pero fue inútil. Después, decidió tomar el bus y dio varias vueltas a la ciudad confiando en que ella subiera en alguna de las paradas. Fue en vano. Pensó si lo sucedido habría sido un producto de su imaginación, una ilusión óptica. Pero, a pesar de ello, no cejó en el empeño y repitió la misma operación en días sucesivos, sin éxito.

Habían pasado ya algunas semanas y, cuando menos lo esperaba, la vio. Fue una tarde que había quedado con sus amigos, pero, al reconocerla, decidió faltar a su cita. Lucas no quería revivir la zozobra de los días anteriores y, armándose de valor, se aproximó a la joven y le preguntó si podía acompañarla. Ella le sonrió. Supo que se llamaba Lidia y, mientras caminaban, Lucas no paró de hablar. Le preguntó por su familia, si estudiaba, qué música le gustaba, cuál era su lectura preferida… El tiempo transcurrió veloz. Ya estaba anocheciendo cuando Lidia se detuvo delante del portal de su casa y, con su dedo índice, selló los labios de Lucas. Ya iba a franquear la puerta, cuando él le propuso salir el día siguiente. Lidia asintió con una amplia sonrisa.

Siguieron juntos lo que restaba del verano. Cualquier cosa les hacía felices, una mirada, un gesto, una palabra, un roce. Un atardecer subieron al mismo lugar en el que, ahora él, se hallaba solo. Contemplaron el mar hasta el anochecer. Miles de estrellas punteaban el cielo, la luna parecía brillar con luz propia, la brisa marina perfumaba el aire de salitre. Lidia, quién sabe si por influjo de los astros, se alejó unos metros de la barandilla y comenzó a mecerse al ritmo del viento. Bailaba sola, leve como el pétalo de una flor, delicada como un tierno capullo. De su ser emanaba un resplandor sobrenatural que se fundía con el reflejo de la luna sobre la superficie del mar. Lucas presenciaba aquel espectáculo extasiado. Sentía que, de lo más profundo de su alma, nacían apéndices que acariciaban cada uno de los movimientos de Lidia. Trataba de encontrar una palabra que pudiera expresar la emoción que él sentía, un término que pudiera denominar aquella pasión. No lo halló. Se convenció de que únicamente el silencio podía ocupar aquel espacio e imaginó que solo un ángel, quizá una diosa, podía concebir ese silencio lleno de palabras sin sonido, de palabras que no existen. Con delicadeza se acercó a Lidia y la besó con ternura. Al mirarla, observó que unas lágrimas se deslizaban por sus mejillas. Lucas se inquietó, no deseaba que su torpeza hubiera roto el hechizo. Ella, posando la cabeza sobre su hombro, musitó: ¡Qué feliz soy!

Lidia no acudió a la cita del día siguiente. Lucas la telefoneó varias veces, pero no obtuvo respuesta. Se dirigió a su casa y pulsó el timbre del portal, pero nadie atendió la llamada. Después de esperar un rato en la calle sin saber qué hacer, salieron del edificio dos vecinas cuchicheando entre ellas. Al pasar a su lado, les oyó lamentarse de la suerte de Lidia. Supo que la habían hospitalizado y, atenazado por la angustia, corrió hasta el hospital. Al llegar, vio a los padres de Lidia abrazados y, unos metros por detrás, a su hermano, llorando cabizbajo. Lucas sintió que un viento frío de muerte le helaba las entrañas.

Vino la negrura, el dolor inenarrable, la amargura infinita. Echaba de menos la alegría de Lidia, el aroma a fruta fresca de su cuerpo, el arrullo de su voz dulce, melosa, sus gestos delicados, sus tiernas caricias… Se decía que era imposible que se hubiera extinguido para siempre, no podía soportar el suplicio de su ausencia. Vislumbraba un futuro sin sentido, de amaneceres sin luz, de noches insomnes. Le torturaba el pensamiento de que el rostro de su amada pudiese desvanecerse como sombras caminando en la bruma. La existencia sin ella se le antojaba peor que la muerte. Deseaba morir, anhelando otra vida que le permitiera reencontrarse con ella.

Solo, aturdido, con los ojos anegados por el llanto, presenció el horizonte. Miró cómo las olas del mar golpeaban inmisericordes las rocas del acantilado. Sentía una enorme opresión en el pecho, le costaba respirar. Uno por uno, se deshacían todos los lazos que le unían a este mundo, pensó en dejarse llevar… Sin embargo, en ese instante, escuchó que una voz le llamaba por su nombre. Reconoció al hermano de Lidia. Éste se acercó y, entre lágrimas, le entregó una carta. Presuroso, se dio la vuelta sin despedirse. Tampoco Lucas tuvo el ánimo de retenerle.

Cuando se alejó, abrió el sobre. Contenía una flor seca y una hoja manuscrita:

Mi amado Lucas.

No me encuentro bien. El médico me ha recomendado que ingrese en el hospital. No sé si regresaré a casa.

Siempre he sido precavida y, desde que empecé a salir contigo, he ido elaborando el escrito que ahora tienes en tus manos. Le encargué a mi hermano que te lo entregara si abandonaba esta vida terrenal. Es mi mejor confidente.

Me recuerdo enferma desde que tengo conocimiento. Perdía muchos días de clase alternando periodos en el hospital con largas temporadas de reposo en el pueblo atendida por mis abuelos. A los diez años tomé conciencia de que mi existencia sería corta. No quise perder ni un momento en lamentaciones y decidí aprovechar cada minuto de mi tiempo. Me parecía romántico fantasear otras vidas valiéndome para ello de lo que veía en el cine o lo que leía en los libros. Me gustaba asociar los estados de mi alma con los ciclos de la naturaleza, emparejar mi espíritu con las estaciones del año. Al cumplir quince años tomé la decisión de vivir experiencias que, hasta entonces, creía vetadas por mi enfermedad. Viajaba en cualquier medio de transporte para conocer otros lugares y estar con personas que, quizá, no volvería a ver nunca más.

Así fue cómo te conocí. El tiempo de cerezas había acabado y llevaba varios días con el corazón mustio. Tomé un autobús al azar y, entonces, te vi apoyado sobre un tilo enfermo. Parecías un chico triste y, no sé por qué, pensé que podíamos ser almas gemelas. Bajé del bus y, cuando se cruzaron nuestras miradas, mi corazón dio un vuelco. Nunca había sentido nada parecido. Desvié la mirada y caminé sin saber adónde me dirigía. Al doblar la esquina me escondí en el primer portal que encontré. Te observé pasar mirando de un lado a otro y supe, dentro de mi corazón, que tú habías sentido algo similar al verme. Permanecí oculta, a cobijo. Decenas de ideas pasaron por mi cabeza, entre ellas prevaleció que yo no tenía derecho a quebrarte el corazón. Ese día, al volver a mi casa, salvé esta flor que yacía soterrada entre hojas secas y ramas muertas, y la guardé entre las páginas de mi diario. Me gustaría que la conservases.

Cuando días más tarde me preguntaste si me podías acompañar, sentí una dicha infinita. Todo ha sido prodigioso en el breve tiempo que hemos compartido. Tu presencia ha coloreado mis días eliminando cualquier atisbo de sombra. Mi mundo se ha transformado como si lo hubiese tocado la varita de un mago, el aire que respiro es más puro, el agua que bebo más limpia, el sueño más reparador, el canto de los pájaros más melodioso, el rostro de la gente más esperanzado, la vida más bella.

Y tu beso ha sido la experiencia más maravillosa que he tenido en mi vida. En tus labios deposité todo mi amor y, adonde ahora me dirijo, me acompañará el sabor de los tuyos. Me voy tranquila porque sé que la savia que ha nutrido mi cuerpo ya forma parte de ti, que mi alma está con la tuya. Te he amado, como no he amado a nadie nunca, y el universo es testigo de que te amaré siempre. Deseo que seas feliz y necesito creer que pondrás todo tu empeño en lograrlo. Y, cuando vuelvas a enamorarte, seré dichosa, porque tu ventura es mi mayor felicidad.

Lidia había estampado el final del escrito con la imagen de sus labios pintados de carmín. Lucas, los besó. Sintió que una llama de esperanza resplandecía en lo más profundo de su alma. El amor que se profesaban era indestructible, era un amor sin final, se amarían más allá de la vida y de la muerte.

Se retiró del acantilado y tomó el camino que conducía al cementerio. Al llegar al camposanto, se acercó a su sepultura y, frente al nicho, se sintió atrapado por un aroma de manzanas. Su amada Lidia estaba presente, pero no a su lado, ni cerca de él, sino en su interior. Ya no necesitaría señales para sentirla, pues sus almas se habían enlazado en un tierno abrazo para toda la eternidad.

Donostia, junio de 2021

 

 

 


La confianza


Confianza

J.L. Iglesias Diz
Pediatra. Acreditado en Medicina de la Adolescencia. Santiago de Compostela.

 

“No hay medicina sin confidencia,
no hay confidencia sin confianza,
no hay confianza sin secreto”.

 
 

Hay actos que, por pequeños, pasan desapercibidos en la mayoría de los casos, pero algunos, aun en su simplicidad aparente, tienen una carga emocional intensa, esa que hace vibrar alguna cuerda dormida y hace sonar toda la orquesta de nuestra sensibilidad emocional.

Hace muchos años cuando era residente de Pediatría, tuve que atender a un paciente de unos 12 años con dolor abdominal que venía acompañado por su abuelo; después de unas primeras preguntas sobre los síntomas, pasé a explorar al niño. El diagnóstico de sospecha estaba bastante claro; al palpar su fosa ilíaca derecha el niño se contrajo en un gesto de dolor; los síntomas también apoyaban el diagnóstico. Le dije al abuelo que tenía que hablar con el cirujano y que probablemente habría que operarlo. Confirmada la decisión quirúrgica me senté con él para completar la historia clínica. El chico vivía con el abuelo, los padres estaban emigrados. El hombre escuchaba lo que yo le decía manteniendo una actitud atenta y tranquila. Iba sobriamente vestido, una chaqueta gris oscuro, una camisa blanca sin corbata y abotonada hasta el cuello, su porte era elegante; debía de tener alrededor de los 65 años. Le expliqué que la operación tenía riesgos, pero que lo normal era que no hubiese complicaciones. Le pedí que firmase el permiso para hacer la cirugía; “es necesario que Ud. firme para que se pueda realizar la operación”, le dije; firmó y después extendió una mano enorme, encallecida y bronceada hacia mí, yo extendí la mía, blanca, pequeña y suave hacia la suya. Su voz serena dijo en gallego “ustedes son os que saben que facer, confío en ustedes” mientras apretaba con firmeza mi mano. Inesperadamente, una marea de emoción fluyó desde el estómago hacia mi garganta, luego hacia mis ojos y tuve que pugnar porque las lágrimas no inundasen mis ojos.

Supe entonces algo más sobre los seres humanos, supe entonces lo que hace que los hombres y mujeres tengan esperanza: la confianza. Nadie puede vivir sin ella, nadie puede pensar en la felicidad si no cree en los demás, si no sigue confiando a pesar de los tropiezos y las traiciones inevitables. Aquel hombre creía en nosotros, creía en mí, un joven médico de 25 años que decidía que había que operar a su nieto. Fue la fortaleza del alma de aquel abuelo, responsable del chico en ausencia de sus padres, seguramente con una dura vida a sus espaldas, lo que me trasmitió esa fuerte convicción con su apretón de manos encallecidas y sus escuetas palabras. Y ese descubrimiento me emocionó.

26 Julio de 2021

 
 

 

 


TXISPI” y su médico


“TXISPI” y su médico

E. Clavé Arruabarrena.
Medicina Interna. Experto en Bioética. Hospital Donostia. Guipúzcoa.

 
TXISPI

…evocar el pasado no es una pérdida del tiempo presente
sino una recuperación precisamente de
este tiempo visto a la luz del pasado”.
Ignacio Carrión*

 
 

Es tiempo de pandemia, tiempo de incertidumbre, tiempo de recogimiento. Las horas transcurren lentas. La humedad ha refrescado el ambiente y un leve estremecimiento recorre mi cuerpo. Paso un pequeño chal sobre mis hombros, arropándome. Eliminado cualquier vestigio innecesario, apenas se salvan unos minutos del día. El resto de la jornada solo ha sido tedio, monotonía.

Tras el ocaso, mis ojos se humedecen contemplando la tenue luz de las luciérnagas rompiendo la oscuridad de la noche. Pasan los minutos, me siento adormecer. Mis párpados se rebelan, no quiero dormir, tampoco soñar. Temo despertarme con un mal sueño, que me persigan los fantasmas y las sombras, que la enajenación me alcance, que me duela la vida al sentirla de nuevo. Avanzada la noche, justo antes de rayar el alba, una nube viajera desdibuja el contorno de la luna pálida, menguante, próxima a su muda semanal.

Ha amanecido. Una suave brisa recorre el porche de casa. La claridad ahuyenta los miedos que me afligían por la noche. Mi espíritu renuncia a las últimas sensaciones de mi cuerpo. Siento que un aura de paz y armonía me envuelve. Me dejo acariciar por los recuerdos y oteo el horizonte buscando algo, quizá imposible de hallar. Evoco imágenes de un pasado no muy lejano. Llaman a la puerta de la consulta. Entra un adolescente sonriendo, acompañado de sus padres. Sentado en una silla de ruedas, me mira directamente a los ojos. Observo su mirada. Luego me detengo en otros rasgos del joven y trato de corresponderle esbozando una sonrisa. El rostro del chico, imberbe, despierta en mí una ternura que creía olvidada. Inicio la inspección médica fijándome en otros detalles: un balón, dentro de una bolsa de plástico, cuelga de uno de los brazos de la silla… Entonces, le pregunto si le gusta el fútbol. Por toda respuesta, el joven paciente parece ampliar su simpática sonrisa.

La madre de Txispi, así le llaman sus padres al mozo, me hace una descripción minuciosa de los síntomas que padece. Tiene un proceso respiratorio que no acaba de sanar. Le hago algunas preguntas. Pocas. No resulta necesario. Antes, su ama*, me ha enseñado los informes del joven. Además, la exposición de los síntomas que ella ha hecho ha sido detallada.

Me levanto de la silla y me acerco al muchacho. Este parece inquietarse un poco al percatarse de mi proximidad. Razono que mi bata blanca le atemoriza. Entra dentro de lo posible que personas con uniformes de hospital le hayan causado malestar en alguna exploración previa. Con una de mis manos le acaricio la cabeza. Luego, con suavidad, le palpo el cuello y la región submandibular buscando ganglios que puedan estar aumentados de tamaño. Extraigo el fonendoscopio del bolsillo de mi bata y le ausculto. Aprecio unos ruidos respiratorios anormales, una de las bases pulmonares no ventila bien. Compruebo las radiografías en el negatoscopio. Su visión me confirma la impresión que me había causado la exploración pulmonar. Vuelvo a la mesa del despacho y me siento frente a sus padres. Dirigiéndome a ellos, les explico los hallazgos. Les informo de diferentes posibilidades diagnósticas, entre ellas que su hijo quizá no pueda deglutir bien la comida, que se podría realizar una gastrostomía* para colocar una sonda; así evitaríamos que aspirase el contenido de los alimentos y perpetuase los procesos infecciosos respiratorios. Su padre, con buen criterio, me dice que comer es un verdadero placer para su vástago, que la sonda sería un padecimiento gratuito.

Entonces, me abstraigo durante un tiempo apenas perceptible para el resto del mundo. Cavilo sobre la salud y la enfermedad, sobre la vida y la muerte, sobre la suerte de nacer, de estar vivo. Sopeso el posible sufrimiento de Txispi. Discurro si una mayor conciencia de su propia dolencia sería algo bueno para el joven. Raudo, desecho algunas ideas calamitosas que circulan por mi cabeza y me fijo en la eterna sonrisa que acompaña la faz del muchacho. Considero los pequeños detalles que Txispi tiene la fortuna de disfrutar: recibir el calor del sol, dejarse acariciar por la brisa, advertir el cosquilleo del sirimiri en su cara, alegrarse con los colores, escuchar el gorjeo de los pájaros, divertirse con la música, percibir el aroma de las flores y del salitre del mar, sentir los besos y abrazos de sus padres…

Considero también la sinrazón del azar que ha permitido que nuestras vidas se crucen. Pienso si puede existir algún motivo desconocido por el que nuestros destinos, el de Txispi y el mío, se hayan unido por un periodo de tiempo que todavía no alcanzo a vislumbrar; por el que nuestro futuro, todavía incierto, ha quedado definitivamente entrelazado.

Por momentos me pregunto qué sucedería si yo pudiera comprender las señales que Txispi me envía; si él siente cómo, desde dentro de mí, le acaricio las cicatrices de su lastimado cerebro; si el tono suave de mis palabras calman la angustia que puede sentir ante lo desconocido; si la ternura que su figura me inspira logrará que yo sea mejor médico, mejor persona…

Aunque reconozco que no son comparables, reviso otras situaciones dramáticas que se suceden en el mundo. Me pregunto cuántos niños pueden percibir lo mismo que siente Txispi. Desfilan ante mí multitud de imágenes de la prensa o la televisión de niños aferrados al pecho de una madre desfallecida. Me atormenta imaginar sus llantos de hambre, de cansancio, de miedo. Cuando miro esas figuras de ojos tristes, legañosos, puedo notar mi propia oscuridad a través de las pupilas de esos desventurados…

———

Pasaron varios años. Siempre me alegré de haber hecho caso a los padres de Txispi, de haber sido prudente. Todo ese tiempo prevaleció mi simpatía hacia aquel ser inocente, bondadoso, de rostro alegre y risueño. Cuando acudía a la consulta, su sola presencia animaba a que mi alma se hiciera más desprendida, más generosa. Nacía en mi espíritu la necesidad de ser un hombre tierno, cariñoso, con las personas que más lo necesitaban. Su mirada limpia, su sonrisa inocente, la felicidad que irradiaba, eran la mejor medicina para un médico como yo, en ocasiones taciturno, triste, apesadumbrado por la atmósfera de dolor de las personas que atendía. Tardé un tiempo en comprender que muchos de mis pacientes me aportaban todo lo necesario para que surgiera en mí la ternura, la bondad, la esperanza, incluso algunas chispas de alegría. Txispi era uno de ellos. Desde que empecé a atenderlo, yo ya no fui el mismo, sino un ser mejorado, más humano. Su existencia fue un auténtico bálsamo para mí. Su definitiva ausencia, un nuevo desgarro en mi corazón afligido. Le estaré agradecido lo que me reste de vida.

Ahora, ya jubilado, no ejerzo la profesión. Escribo. Mi fin en la tierra está más próximo cada día. No quiero que se pierda la memoria de algunos de los ángeles que pasaron por mi vida sin que, en ocasiones, yo me percatara de ello. Me he convertido en un “sentidor” y, a veces, siento cierto desencanto. Pero el desaliento se aminora gracias al recuerdo de los muchos enfermos que habitan mi interior. Me hablan, me acompañan en momentos en los que la soledad me atenaza. Siento que me consuelan, que impiden que mi corazón se vaya vaciando. A algunos, como Txispi, los sigo viendo, y ellos me miran, me acarician con su sonrisa…

En verdad, es tiempo de pandemia,… pero también es tiempo de esperanza.

*Ignacio Carrión. Diario último. Editorial Renacimiento.
* Ama: madre en euskera.
* Gastrostomía: intervención quirúrgica que consiste en la apertura de un orificio en el abdomen para introducir una sonda de alimentación en el estómago.

 

 

 


Hastío


Hastío

E. Clavé Arruabarrena.
Medicina Interna. Experto en Bioética. Hospital Donostia. Guipúzcoa.
Blog: relatoscortosejj

 

 

Habían pasado diez días desde que el Gobierno hubiera instaurado el estado de alarma. Kilian no sabía ya qué hacer para superar el tremendo aburrimiento que le invadía. Estaba convencido de que, si no enfermaba por el maldito coronavirus, enfermaría de tedio, moriría de hastío. Cuando no estaba durmiendo, se amuermaba pensando en las musarañas, esperando a que llegase cualquiera de las horas que rompía la monotonía del día, aunque solo fuera por unos minutos. Al principio del encierro, se divertía con los amigos gracias a la videoconsola de última generación que le habían regalado en Navidades o leyendo los mensajes de wasap de la cuadrilla; pero, desde hacía un par de días, no hallaba ninguna satisfacción en esos “menesteres” como le gustaba decir a su abuela.

Tenía dos hermanos más pequeños y se había peleado con ellos en varias ocasiones, también con su madre. En cuanto a su padre, procuraba mantenerle lo más lejos posible desde que le hubiera propinado una bofetada. Había discutido con él porque quería salir por la noche con su mejor amigo, Iñigo, aprovechando las horas en las que no hubiera ningún transeúnte en la calle. Estaba cansado de escuchar a sus padres que ellos no eran un caso especial, que todo el mundo se hallaba recluido. Pero saber que el resto del planeta pudiera encontrarse igual que él, no le aliviaba.

Echaba de menos el ir al instituto. No era lo que se dice un joven aplicado, pero allí podía ver a Mirian, la chica que le atraía. Aunque lo trataba con desdén, le había pillado algunas miradas disimuladas y, por ello, alimentaba la esperanza de gustarle también a ella. Sin embargo, a medida que iban transcurriendo los días de encierro, incluso el rostro de su compañera se iba desdibujando de su mente; tenía que acudir a los vídeos y las fotografías que había hecho con su móvil en las últimas semanas antes del encierro, para repasar algunos detalles de su rostro. Pero, bien mirado, pensar en ella solo hacía que aumentara su fastidio, así que procuraba buscar otras cosas en las que entretenerse.

Cada minuto que pasaba, mayor era su desesperación y, por mucho que se esforzara, no descubría nada que pudiera librarle de la desgana. Se sentía harto de todo y de todos. Para colmo de males, las noticias que escuchó por la radio al despertar del undécimo día le desanimaron aún más y, aunque las condiciones del confinamiento no se habían modificado, le parecieron más restrictivas. El panorama era desalentador. Mientras se dirigía al baño para asearse, escuchó un rumor de voces y ruido de vajilla que provenía de la cocina. Pasó por delante de la habitación de sus padres y de la de sus hermanos: se hallaban vacías, supuso que todos ellos estaban desayunando. No sabe cómo sucedió, pero fue entonces cuando halló aquel legajo. Su madre lo habría dejado olvidado en la mesa de la salita mientras ordenaba por enésima vez las habitaciones. Desde que se había decretado el retiro de la población en sus casas, parecía que estaba poseída por una ventolera de organización y limpieza. Quizá quería deshacerse de aquellos papeles, así que, Kilian, no se lo pensó mucho y comenzó a husmear en ellos. No era la primera vez que se había encontrado con la desagradable sorpresa de que su madre le había tirado cartas, folios, cuadernos, que significaban mucho para él, y no deseaba que ocurriese algo semejante si él podía impedirlo.

Eran unos cuantos folios sujetos por un fino cordel sobre los que ya habían llovido algunos años. Se esmeró al desatarlo para evitar que se rompiesen los papeles. Observó que estaban escritos a boli y se sorprendió de que la primera frase estuviera dirigida a él: Para Kilian. No reconocía la letra de la persona que lo había escrito, así que se puso a buscar alguna firma o algo que pudiera identificarla, pero en un primer vistazo, rápido y superficial, no vio nada que pudiera ayudarle a fijar su autoría. Aunque se había prometido que no iba a leer nada durante la cuarentena, enojado por lo que le parecía un castigo cruel e inmerecido, la verdad era que no tenía nada mejor que hacer y le había picado la curiosidad de saber quién y qué le había escrito.

Debajo del título Para Kilian, aparecía el subtítulo: “A modo de preámbulo”

Quiero contarte la verdad de las cosas, Kilian. Hacía tiempo que había dejado de preguntar a mi yo más profundo si mi vida había servido de algo, si mi existencia había tenido algún sentido en este largo viaje hacia la muerte que ahora siento tan corto. Tras abandonar los dulces del amor, el ardor de la pasión, la ilusión de los proyectos, el temblor contagioso del placer y de la diversión, solo vivía del pasado y en el pasado. Me espantaba la posibilidad de convertirme en un despojo, de sentirme privado de mi propia humanidad. Ya solo temía un mañana inmóvil, como el de los viejos desaliñados en los asilos con la cabeza colgando, mirando el suelo sin ver y con la saliva corriendo por la comisura de la boca. Me sentía abatido y desdichado porque aún me quedaba demasiado tiempo para sufrir y muy poco para amar.

Pero, desde el mismo instante en que tú naciste, poseo un hilo de esperanza que me vuelve a sujetar a una vida plena. Veo tu carita, observo tus movimientos, me deleito con tu sonrisa, me preocupo por tu llanto, querido Kilian, y quiero visitarte en el futuro a través de estas líneas.

Ahora que me siento mayor, que mi cuerpo me abandona, que me he convertido en un anciano desvalido, valetudinario, …

Kilian estuvo a punto de dejar la lectura pues la persona que había escrito aquello utilizaba un lenguaje que le parecía viejo y difícil. Sin embargo, lo pensó mejor: disponía de tiempo y de los recursos necesarios -internet- para descifrar las palabras cuyo significado pudiese resistirse. Así que prosiguió leyendo.

…deseo transmitirte algunas de las cosas que me han enseñado a sobrellevar cuanto de miserable y sórdido he encontrado en la vida, y a reconocer la belleza de la misma a pesar de los pesares. Como les sucede a todos los niños de tu edad, no recordarás nada del poco tiempo que hemos vivido juntos. Tienes ahora tan solo nueve meses y estoy convencido de que ha sido tu existencia la que me ha proporcionado la fuerza que necesitaba para alargar mi vida durante este periodo. Pero todo tiene su fin, no puedo perder el tiempo en circunloquios ni demorar el dejar por escrito lo que hubiera deseado decirte a medida que hubieran transcurrido los años. Sé que no me queda mucho tiempo, debo apresurarme. De hecho, unos meses antes de que tú nacieras, creía que me había llegado la hora, que debía dejarme morir y que, ahora, yo ya debería estar criando malvas.

Como puedes observar, me voy rápidamente por las ramas y no me resulta fácil concretar ni resumir. Siempre he sido así y ya es tarde para enmendarme. Además, soy consciente de que a lo largo de mi vida he cambiado en varias ocasiones mi manera de pensar;
las cosas que valoro ahora son otras, distintas a las de hace unos años, y, presumiblemente, estas mismas se modificarían en el caso de que pudiera acompañarte en tu crecimiento. Es por ello, que procuraré escribir sobre lo que apenas muda en la vida, como es el cariño y el amor de la familia, y el eco que despierta su recuerdo en mi memoria.

Kilian dedujo por fin que se trataba de su abuelo, del padre de su madre. La única referencia que de él tenía, era la imagen de una fotografía que había visto en el aparador de la salita de casa de su abuela. Se llamaba Eduardo y, aunque había oído su nombre en diversas ocasiones a propósito de anécdotas o de algún acontecimiento remoto, la realidad es que, para él, no dejaba de ser una sombra lejana, un fantasma del pasado. Kilian, prosiguió la lectura:

Una primera enseñanza… Perdona, no quiero que me veas como a un profesor al que resulta fácil menospreciar por aburrido, o por machacar a diario con lo que se debe y no se debe hacer. Así que procuraré utilizar un tono menos escolar, sin moralina. Lo que trataba de expresar cuando he comenzado la frase es que, a día de hoy, lamento mucho no haber dicho a mis seres queridos cuánto los amaba mientras tuve la oportunidad de hacerlo. También me arrepiento de no haber empleado el tiempo necesario para explicar a mis hijos cómo eran mis padres, a qué se dedicaron, de qué manera me influyeron, la importancia que tuvieron en mi forma de ser y conducirme en la vida. Reconozco que he perdido gran parte de mi tiempo en nimiedades, ocupándome de cosas triviales y desinteresándome de lo que realmente es valioso. De hecho, no ha sido hasta hace pocos años cuando he sido plenamente consciente de que los seres humanos no sabemos ni podemos vivir solos, que somos limitados, vulnerables, que dependemos de otros, que necesitamos del cuidado y del amor de las personas.

Aunque te he prometido hablar de mi familia, de las personas que he amado, antes quiero dedicar algunos párrafos a la relación que he mantenido contigo, Kilian, estos meses. Sé que resulta difícil escribir sobre afectos, por lo menos así me ocurre a mí, y, desde luego, nadie más que yo, puede saber lo que percibí cuando naciste, ni cuáles han sido mis sentimientos durante estos nueve meses en los que te he visto crecer. Sucede que algunas cosas que considero importantes y que quisiera explicarte, como son el cariño, el amor,
la esperanza, el consuelo, la bondad, la dignidad, solo se aprenden con la experiencia. Las palabras tienen sus límites e, incluso los poetas, que son quienes más se acercan a aprehender su significado, tienen dificultades para transferirnos sus emociones de una manera que podamos discernirlas. Por esa razón, evoco, con las limitaciones propias de un viejo desmañado para la escritura, el recuerdo del día que naciste. Faltaban pocos días para que finalizase la primavera cuando tu madre rompió aguas y la llevé en mi coche al hospital puesto que tu padre estaba trabajando…

En ese momento, Kilian escuchó a su madre gritar y detuvo la lectura. Con voz desgañitada le decía que ya era hora de que se
levantara. Enrolló los papeles con presteza y los llevó a su habitación. Los escondió donde sabía que ella nunca miraría y, con desgana, se encaminó hacia donde provenían aquellos alaridos. Al entrar en la cocina, vio a sus hermanos discutiendo, a su padre, absorto, mirando su teléfono móvil con los auriculares pegados a los oídos, y a su madre en pie, frente a la placa de vitrocerámica, hojeando el último libro de cocina que había comprado en el quiosco. En cuanto atravesó el umbral de la puerta, percibió la mirada furibunda de su ama* quien, enojada, le señalaba el hueco de la mesa donde estaba el tazón de leche, el aceite y las tostadas. Su madre, tras mandar callar a sus hermanos, le conminó a que se pusiera a estudiar en cuanto hubiese recogido la mesa, a la vez que le preguntaba, de manera imperativa, si había ventilado la habitación, recogido la ropa y hecho la cama. Por toda respuesta, Kilian realizó un gesto abúlico que incendió todavía más el irascible estado de ánimo de su ama. Mientras desayunaba, Kilian no podía retirar de su pensamiento el descubrimiento que acababa de hacer. Engulló las tostadas, sorbió la leche rápidamente y, sigiloso, se dirigió a su dormitorio sin decir una palabra. Se encerró, girando el pestillo de la puerta y, a continuación, extrajo el escrito del abuelo del lugar en que lo había ocultado. Se dispuso a seguir leyendo aquellas cuartillas, no sin antes abrir el libro de historia y el ordenador por si alguno de sus padres quisiera entrar de improviso para vigilar lo que él estuviera haciendo.

…A tu madre le practicaron una cesárea, Kilian, y los recuerdos de lo que había sucedido a mi familia en el pasado, me atemorizaron. Mi abuela, la madre de mi padre, murió después del parto de su hija Julia. Se llamaba como tu amatxo*, Irene, y como habrás supuesto, nunca la llegué a conocer. Tu bisabuelo Joaquín, mi padre, que es de quien primero voy a hablarte en cuanto acabe esta pequeña digresión, se quedó huérfano de madre cuando contaba nueve años. No deseo agobiarte con otros acontecimientos que justificarían ante ti el miedo que sentí cuando tú viniste al mundo. Solo quiero que sepas que empecé a serenarme pasadas doce horas de tu nacimiento. Fue entonces cuando un esbozo de alegría comenzó a gestarse en mi interior, tras convencerme a mí mismo de que tu madre estaba fuera de peligro. Ya era más tarde de las cinco de la madrugada, cuando me despedí de ti y de tus padres y me encaminé andando por los arrabales de acceso al barrio donde vivo. A esas horas, apenas circulaban vehículos y, conforme me iba alejando del hospital entre ensoñaciones e imágenes entrecortadas de tu carita, escuché el gorjeo de un jilguero escondido entre una maraña de hojas y ramas de un arce. No sé por qué, pero imaginé que sus crías también habrían eclosionado y que, el pequeño pájaro, quería compartir conmigo su dicha. La primavera llegaba a su fin y las aves cuidaban de su última nidada. Me sentí muy feliz. De repente, escuché el reclamo de un mirlo alarmando a su compañera de mi presencia, que enturbiaba el bello trino de aquel pajarito. Mientras contemplaba cómo emprendía el vuelo la hembra asustada del receloso tordo, me sentí embriagado por el aroma de las flores del tilo que ocupaba todo aquel tramo del camino. En ese preciso instante, supe que mi relación contigo sería tierna, apacible, romántica, perfumada. Comprendí que tendrías la virtud de calmar el miedo y la ansiedad que me habían corroído los últimos meses, y que me avivarías con tus risas y tus llantos las últimas semanas o meses que me restaban de existencia. Más tarde llegó tu primera sonrisa mientras te cobijaba en mi regazo en el porche de la casa, a la sombra del sol de agosto. Entonces, no pude contenerme y, de lo más profundo de mí, emergió una estrepitosa carcajada que, unida al trémulo traqueteo de mi abdomen mientras yo reía, provocó que se prolongara tu sonrisa complaciente. Nuestros ojos se encontraron y, sin necesidad de palabras, comprendí que nuestras almas estarían unidas para siempre y que jamás te sentirías solo. Después lloré de emoción al ver nacer tus primeros dientes y escuchando tus primeros balbuceos. Te puedo asegurar que estos meses que he vivido junto a ti han sido maravillosos, has sido el maná que necesitaba para alimentar de nuevo mi vida, mi pequeño Kilian.

Lo primero que acude a mi mente cuando escribo de Joaquín, mi padre, tu bisabuelo, es que un mundo sin amor es un mundo muerto. Quise a mi aita* con una mezcla de pena y desconsuelo. Era un hombre de pocas palabras, que siempre trató de alegrar la vida a las personas de su alrededor. Su orfandad a tan temprana edad, las penurias y el sufrimiento de la guerra civil en el bando de los perdedores, la pérdida de su hermano Ramón, un adolescente de apenas diecisiete años, en el frente de Rusia con la División Azul**, seguro que lo marcaron profundamente. Sin embargo, de su boca, jamás escuché queja alguna. Tampoco me hizo partícipe más que de contados recuerdos, donde solo los alegres tenían su hueco… quizás, por ello, apenas supe de su familia y de su tiempo. A veces me pregunto si tuvo niñez, si disfrutó entonces con sus amigos, si añoró a su madre, si hablaba con su padre, si podía dormir por las noches, si los sueños le inquietaban, si se enternecía mirando la luna o si lloraba por la noche tratando de alcanzar las estrellas.

Siendo muy joven tomó la decisión de desdramatizar la vida, colorearla, para hacerla posible de ser vivida. De esa manera, irisó nuestra existencia, dotando a su mutismo de la mueca inteligente y de la observación perspicaz, capaz de desencadenar la tonalidad necesaria para sobrevivir. Todo ello a pesar de las penalidades y de la pobreza que le acompañaron en aquellos años. Más tarde, próximo a la cincuentena, falleció su hija de accidente, mi hermana María Eugenia. La muerte de una hija detiene el tiempo y deja todo suspendido en un vacío desgarrador, la sangre no se coagula y la herida no cicatriza, mi querido Kilian. Nunca le vi llorar. Es posible que pensara que no tenía derecho a llorar para no entristecer a los demás. Lo imagino resignado, doliente, solo en un rincón oscuro del taller o en una esquina de la calle, mirando de soslayo al horror, sometiendo su aflicción para poder auxiliar cualquier pesar nuestro, distrayéndonos y haciéndonos reír. Con enorme desconsuelo pienso en todo lo que tuvo que soportar. ¡Bendito seas, aita!

Se hizo sastre continuando la estela familiar. Al final de su vida, su profesión se vio amenazada por el avance de la “confección” y la producción industrial de trajes, pantalones y chaquetas, contra la que no pudo competir. Como a muchos artesanos cuyos oficios han desaparecido, los adelantos lo apartaron a un lado, lo apearon del camino abandonándolo en la cuneta. A pesar de que los recuerdos de mi niñez se tiñen de nostalgia, crecí feliz en torno al taller de costura de mi padre antes de que el progreso se cebara con la sastrería. Jugaba rodeado de maniquíes, telas, hilos, planchas, dedales, alfileteros plagados de agujas y de alfileres, acompañado del crujido que producían las tijeras al cortar el paño y del ensordecedor sonido de los engranajes de la máquina de coser. En las cajas, costureros y cajones siempre encontraba botones, imperdibles, carretes, canillas y otros útiles de costura que enardecían mi imaginación en el mundo mágico de mi infancia. Todavía conservo en mi memoria algunos olores que tapizaban la atmósfera del taller como el del vapor que despedían las chaquetas que planchaba mi padre, el aroma grasiento que despedían las máquinas de coser mientras la aguja perforaba la tela con inusitada velocidad ribeteando con hilo de colores el lateral de la pernera del pantalón o, el hedor mohoso de retales y de telas pasadas de moda apiladas en algunos de los rincones del pequeño trastero anexo al taller. En mis correrías hallaba pequeños tesoros, “perras gordas”***, con los que compraba caramelos, y monedas de dos reales*** que utilizaba para fabricar pulseras o collares. Otras veces, ya cansado de jugar, me sentaba en una de las sillitas de costura y, absorto, contemplaba las partículas de polvo flotando en los últimos rayos de sol de la atardecida. En otras ocasiones, yo observaba atento cómo mi padre, que era muy fumador, reunía las cajas de cerillas una vez consumidas para coleccionarlas y las guardaba en los embalajes vacíos que antes habían albergado corbatas, calcetines o pañuelos. Recuerdo con añoranza aquellas cajas de cerillas que representaban lances del toreo, caricaturas de futbolistas, razas de perros, etc.

Había algo de excepcional en mi padre, algo por lo que siempre lo consideré un hombre bondadoso y valeroso. Tiene que ver con el abanico tan variado de personajes estrafalarios que pululaban por el taller de costura. Muchos de ellos arrastraban profundas taras físicas, mentales o emocionales, y, todos, hallaban consuelo alrededor de la mesa de trabajo. Narraban sus cuitas y padeceres mientras mi padre planchaba o cortaba la tela de un traje, mi madre sobrehilaba los pantalones y mi hermana cosía el dobladillo de un pantalón. Aquel taller de costura se transformaba en una sala de terapia con recursos que los médicos no podían dispensar y que, si no sanaba a las personas sumidas en la soledad que allí acudían, por lo menos aliviaba sus penas y les servía de compañía. También acudían viejas glorias del deporte. Mi padre había sido un buen futbolista, aunque nunca se vanagloriaba de ello. Había jugado de lateral derecho y era famoso por su juego agresivo, por la dureza de sus entradas a los delanteros del equipo contrario, siempre sin ánimo de lesionarlos.

Pero, si verdaderamente debo explicar por qué fue un héroe para mí, debo hablar de su comportamiento con aquellos menesterosos que nos visitaban. Mi padre nunca dejó de ayudar a quien lo necesitase a pesar de vivir en unas condiciones cercanas a la pobreza. Entre otros, recuerdo a Miguel, uno de los personajes que acudía al taller por su ración de consuelo, alcohólico, con una severa enfermedad costrosa de la piel de la cara y de las manos que causaba una gran repugnancia a quienes le frecuentaban, y a quien mi padre prestaba sus útiles personales de afeitado sin mostrar el más leve escrúpulo. También a Teodora “txoro”*, enajenada desde que perdiera a su marido y a una hija, que siempre era bien recibida en el taller a pesar de su miseria y sus dislates. Mi aita, callado, sin hacer ruido, se hacía responsable del dolor de los demás. Era un hombre sencillo, humilde, esencialmente bueno. Recuerdo que esta devoción por la amistad y la compasión solo supe reconocerla y valorarla varios años después de su muerte. Desgraciadamente, él ya no está y no puedo agradecerle ni expresarle mi afecto. Mi pequeño Kilian, en ese microcosmos creció el abuelo al que has hecho enormemente feliz con tu presencia y a quien no recordarás porque mi tiempo se acaba. Fue el tiempo de mi niñez y, lo que aprendí de mi familia, permaneció amparado en mi memoria, aunque reconozco que no siempre tuve la humildad de comprender a mi prójimo, ni fui capaz de ayudar y consolar a los débiles. Aun sintiéndome culpable por esta flaqueza de ánimo, puedo asegurarte que sus enseñanzas han constituido una guía auténtica para conducirme en la vida.

Kilian comprobó que las siguientes frases le resultaban más difíciles de leer. Parecían dientes de sierra, habían perdido la horizontalidad. Las letras, temblorosas, inclinadas, torcidas y fragmentadas, reflejaban que la mano que las escribía había perdido su firmeza, indicaban que algo le estaba sucediendo al autor de las mismas. No obstante, se empeñó y, con gran esfuerzo, logró descifrar las últimas frases:

Cuánto siento no poder acompañarte por más tiempo, Kilian. Esta noche me ha subido la fiebre y me cuesta respirar. El médico me ha aconsejado ingresar en el hospital. Intuyo que va a ser la última vez que te vea. No creo que pueda volver al hogar. Pienso que te he decepcionado por haber empezado este escrito tan tarde y, sobre todo, siento que he fallado a las personas que quise profundamente y de las cuales no sabrás por mí cómo eran. Hubiera querido hablarte de mi madre y de mi hermana, así como de otros que no conociste y que fueron muy importantes en mi vida. La tierra que hoy las cubre las ha borrado de la historia y de la memoria de los hombres, pero sé que me acompañan en este trance que pronto voy a pasar y que todos atravesamos en solitario. Desearía que no te ocurriese como a mí y que nunca olvidases expresar lo que sientes a las personas que quieres mientras tienes la oportunidad de hacerlo. Y también deseo que sepas que siempre te acompañaré, que nunca estarás solo aunque no puedas verme. Un fuerte abrazo de tu aitona.*

Kilian se preguntó qué habría ocurrido después, si murió o si pudo escribir algo más. Le pareció cruel no haber sabido apenas nada de su abuelo hasta ese momento, aunque reconocía que él no se había interesado mucho por aquel señor que aparecía en la fotografía de la mano de su amoña.* Ahora veía a sus hermanos y a sus padres de manera distinta. Se acordó de la grave operación a la que había sido sometido su hermano pequeño hacía escasamente un año y de la honda preocupación que percibió en sus padres. Entonces, su abuela había ido a cuidar de él y de su otro hermano a su casa; le pareció que los consejos y las advertencias que ella le hizo durante aquellas semanas eran simples palabras pronunciadas por una vieja gruñona. Se arrepintió de su conducta desdeñosa y se propuso llamarla ese mismo día para pedirle perdón por su actitud. Pensó que, más adelante, cuando acabase el confinamiento, la visitaría y le pediría que le contara cosas de su marido, de su abuelo.

Reflexionó también sobre su comportamiento, que solo podía calificar de egoísta, y su ceguera ante el sufrimiento de otras personas. Ya no podría mirar con los ojos de antes a María Lucía, la ecuatoriana, de voz dulce y siempre risueña, que cuidaba a la anciana perturbada del tercero, ni tampoco al joven africano que pedía limosna en la entrada del supermercado. Pensó en cuán diferente había sido la actitud compasiva de su bisabuelo con las personas que habían perdido la razón y que a él solo le provocaban ataques de risa incontrolables. Trató de imaginar cómo pudo resistir aquel hombre las calamidades y desgracias de la guerra civil cuando apenas tendría uno o dos años más que él ahora. Nunca le había interesado lo más mínimo saber sobre aquel periodo de la historia de España ni sobre las consecuencias que se derivaron en millones de personas. A su mente acudían imágenes actuales de refugiados sirios y de otros países en guerra, con sus hijos pequeños en brazos, tratando de sobrevivir en condiciones infrahumanas en las fronteras de los países europeos. Ahora él se encontraba en mejores condiciones para comprender mejor el significado de la palabra insoportable; tomó conciencia de que era un auténtico privilegiado dentro de la desgracia que tenía que compartir en este momento con millones de seres humanos en el mundo; pensó que había cosas por las que valía la pena sufrir y luchar, que, en cuanto pudiera, abrazaría a la parte más desvalida y miserable de la humanidad, gracias a la cual podría salvarse él a sí mismo.

Kilian se mantuvo en silencio durante la cena y, cuando su padre y sus hermanos marcharon a la sala a jugar al parchís, se acercó a su madre mientras ésta preparaba la comida del día siguiente. Le mencionó que había encontrado el escrito del abuelo y que lo había leído. Sin esperar respuesta alguna, cogió la bolsa de basura y, antes de bajar a depositarla en la calle, le pidió a su madre que, cuando volviera, le contara más cosas del abuelo, que deseaba saber más cosas de él. Antes de salir de la cocina, volvió la vista atrás y observó que una lágrima furtiva se deslizaba por la mejilla de su ama.

Dedicado a mi padre y a todos los adolescentes que, como él,
sufrieron las penalidades de la guerra y de la postguerra en España.

Autor de la ilustración Omar Clavé Correas.

*Expresiones en euskera: Ama, amatxo: madre. / Aita: padre. / Aitona: abuelo. / Amoña: abuela. / Txoro: loco/loca. (en euskera no se pone acento gráfico, pero la acentuación tónica de estas palabras sería “amá” y “aitá”. Ama se pronuncia “amá· y Aita se pronuncia “aitá” -los vizcaínos pronuncian “áma” y “áita”-)
**División Azul: división militar de infantería formada por voluntarios españoles que lucharon con el ejército alemán contra la Unión Soviética en la Segunda Guerra Mundial.***Monedas españolas: Perra gorda: Nombre coloquial con el que se denominaba a la moneda española de 10 céntimos de peseta. Dos reales: moneda española, con agujero en su centro, cuyo valor era de 50 céntimos de peseta.