Testimonio personal
por Sara
Estudiante, 19 años. Diciembre de 2020
Hola. Mi nombre es Sara. Tengo 19 años. Hoy vengo a contarte un caso de trastorno de la conducta alimentaria: el mío, la bulimia. Es uno entre los muchos modos de trastorno de la conducta alimentaria, y hablo en presente porque actualmente, aunque no tomo medicación ni acudo al psicólogo/psiquiatra, esta enfermedad sigue estando presente en mi vida (incluso si la tuviera superada, habría cambiado mi forma de ver el mundo, al menos desde mi punto de vista), aunque ya no me afecta de la misma forma en la que me afectaba antes.
Toda historia tiene su comienzo, y el mío tuvo lugar hace alrededor de 6 años. Pero realmente hasta hace algo más de uno yo no pedí ayuda, y hasta hace tres no empecé a cambiar mi vida radicalmente por la comida.
Los años anteriores a éstos pienso que fueron el detonante de todo. Un proceso, un cúmulo de sucesos, sentimientos y situaciones que me convirtieron en una persona con muy baja autoestima y ningún amor propio.
En la época en que empecé a ir al instituto surgieron perspectivas y ambiciones diferentes en mi vida. Cuando hasta entonces nunca me había sucedido, empezó a importarme mi imagen, y absolutamente todo lo que estuviese relacionado con la apariencia.
Esto fue creciendo con los años. Como es normal en esta etapa, cambié físicamente, y poco a poco fueron cambiando también mis hábitos. Comía más sano y hacía más deporte, por lo que se notaba que mi aspecto era muy distinto. No me pesaba, y no me miraba al espejo, porque me seguía sintiendo esa misma niña gorda que fui durante unos años, a pesar de no haber tenido sobrepeso nunca. A menudo llegaba a mi mente el insulto más original y gracioso que me han hecho respecto a mi físico: “minifalete”.
Tras mi cambio, los comentarios complacientes sobre mi aspecto, y la atención que me prestaban las personas de mi entorno por una transición física tan brusca, hasta el punto de pedirme consejos o solicitar mi dieta, hicieron que surgiera en mí el concepto de que estar delgada era ser guapa, y ésto se convirtió en una prioridad por delante de cualquier otra, hasta el punto de condicionar mi vida. Psicológicamente también cambié, aunque supongo que la etapa de adolescencia está relacionada con ésto. Mi actitud ya no era tan alegre y positiva, mis estudios ya no importaban tanto, y era más introvertida con mis familiares más cercanos.
Más adelante, con la entrada en mi etapa de bachillerato fueron empeorando las cosas. El primer año lo recuerdo con mucha oscuridad, dolor y pena. Me desmotivé en general, me daba asco todo, y el simple hecho de levantarme de la cama por las mañanas era un esfuerzo para mí, porque en ninguna parte veía sentido a la vida. Aparentaba estar bien, aunque en mi conducta se notaba que no lo estaba. Todos los días, en algún momento a solas, rompía a llorar porque sí. La presencia de personas me producía irritabilidad sin motivo ninguno. Odiaba al mundo, y todo lo que había en él me parecía no tener ninguna razón de ser, y así una larga lista de pensamientos pesimistas se paseaban por mi mente un día y otro día. Todo esto pienso que ayudó a que yo liberase mi frustración y mi tristeza a través de un trastorno de la conducta alimentaria, exigiéndome más y destruyéndome más.
En el segundo año de este ciclo fue realmente cuando empecé con las restricciones en las comidas, y las obsesiones sin sentido. Comer me producía placer, así que, si estaba triste, preocupada o agobiada, me daba caprichos. Pero engordar no me gustaba tanto, más bien me creaba más agobio, y me metí en un bucle.
Entonces empecé con comportamientos compensatorios insanos, dejando de comer para equilibrar esos premios que me daba. Me saltaba comidas, cenaba algo inferior a las 100 calorías, como una manzana, por ejemplo, o hacía ayunos raros. Más tarde, en momentos puntuales, como comidas con amigas, familiares, o días puntuales que a lo mejor había comido más de lo que me permitía mentalmente, me producía el vómito con mis dedos, para compensar esas grandes ingestas de calorías, o de alimentos muy procesados. También aumentaba la intensidad o duración de ejercicio diario los días posteriores.
Junto a esto, me descargué aplicaciones para contar el valor energético de todo lo que comía. Esto hizo que mi cerebro se convirtiese en una calculadora de calorías, e intentaba rebajar todas las que podía haciendo cálculos metabólicos. Incluso llegué a saber cuántas calorías gastaba mi cuerpo haciendo cualquier tipo de ejercicio, estando de pie, en reposo, o cuántas gastaba mi estómago haciendo una digestión, y así, comería, por ejemplo, una miga de pan y gastaría más calorías sin necesidad de hacer nada. Ahora suena ridículo, pero todo ello en mi mente encajaba, aunque fuera enfermizo.
Al indagar por todas estas páginas de comida y números me encontré con el chitosán. Era un producto maravilloso en forma de pastilla que tomaba antes de las comidas y absorbía todas las grasas que tuviesen los alimentos que comiese. No era difícil de encontrar, así que cogí varias cajas para tomarlas, al principio de vez en cuando, pero más adelante como una rutina antes de cada comida.
Afectó a mi vida tanto la preocupación por los alimentos, que me producía frustración salir y hacer planes con mis amigos, por si aquellos planes tenían comida de por medio. Aun así, me seguía evaluando de forma injusta y no me sentía a gusto con mi apariencia. Cada vez que tomaba algo me machacaba la cabeza, y fue así como empecé a devolver todo lo que comía, fuese verdura o un bollo. Pasaba hambre desde que me levantaba hasta que me iba a dormir. Bebía litros de agua para saciarme, aunque al rato volviese a sentir el estómago vacío. Me pesaba antes y después de cada comida, al levantarme y al acostarme. La alteración fue tal, que ya no tenía ningún control con la comida, y cada vez que comía acaba con un atracón. Por ejemplo, comía un trozo de pan de más y necesitaba vomitarlo. Evitaba a toda costa comer con gente, porque me asustaba no poder controlarme y comer demasiado, o con mucha ansiedad delante de ella. Por supuesto, no comía arroz ni pasta.
Llegué a comprarme comida como rutina, todo ello bolsas de fritos, cereales, gominolas, es decir, lo que no me permitía comer bajo ningún concepto, para darme atracones, y que no se notase en casa que faltaba mucha comida. No dejaba de comer (tenía un hueco en mi estómago que fue creciendo con los días) hasta encontrarme mal físicamente.
Era un sacrificio comer y no expulsarlo, porque sentía que había “trabajado” tanto para adelgazar, que lo estaría echando a perder. Siempre pensaba que podía verme un poco mejor, que podía adelgazar un poco más, y me sentía en lucha, simplemente por pensar qué comer, en si cenar o no cenar, en si lo que estaba haciendo estaba matándome…
Definiría esta enfermedad como un no vivir, estar enfadado consigo mismo y con el mundo, discutir sin motivo porque te sientes mal, sentirte vacío y ver las cosas en un mundo paralelo al de los demás.
Para terminar, no solo fue una etapa de pensamientos irracionales, comilonas y vómitos. Mis horarios de sueño estaban completamente cambiados. A lo mejor dormía tres horas una noche y luego otras tres en la tarde del día siguiente. Mis manos estaban secas, y mis nudillos tenían heridas o moratones por mucha crema que me echase. Me sentía cansada continuamente, y pasaba frío a todas horas. Además, sentía que no era la misma persona, más vulnerable y frágil, porque todo me hacía sentir insegura.
Cuando todo ello me consumió hasta tener más síntomas físicos, como dolor de cabeza, mareos, dolor de tripa o de garganta, acepté que yo sola no podía continuar de esa forma.
El proceso de esto es complicado. Sientes que avanzas muy despacio, o que estás fracasando, y cuando crees que has conseguido superar a esa persona en tu cerebro que guía tus impulsos incoherentes, retrocedes otra vez.
Pero a veces hay cosas que no puedes cambiar y está bien saber cuáles son tus límites.