Cuando los hijos dicen que no quieren vivir
L. Rodríguez Molinero.
Pediatra Acreditado en Medicina de la Adolescencia por la AEP. Hospital Campo Grande. Valladolid.
“Cuando los hijos dicen que no quieren vivir”
No es raro que nos consulten los padres por haber oído a sus hijos expresar frases como “¿Porqué he nacido?”, “Nadie me ha pedido permiso para vivir”, y otras referencias al sinsentido de la vida, a la idea de que no merece la pena vivir, como “Yo no quería haber nacido”, “Me hacéis la vida imposible”, incluso referencias claras a dejar de vivir. Naturalmente, oírlo es motivo de preocupación. No es para menos.
No cabe duda de que muchas veces son expresiones que reflejan cierta impotencia ante situaciones concretas, pero en general no tienen nada que ver con un sentimiento de fracaso vital irreversible. Sí tiene que ver, y esto es importante, con una llamada de atención, una petición de ayuda.
Si analizamos la situación, nos encontramos que esto suele suceder ante conflictos dentro de la familia (desencuentros entre padres e hijos, separaciones familiares…), fuera de la familia (peleas con amigos, frustraciones de los primeros amores, resultados escolares no deseados…), o sociales (cambios de domicilio, migraciones…).
Es lógico que los padres se preocupen cuando oyen expresiones de este tipo, que afectan a sus sentimientos como padres y cuestionan su papel como educadores y trasmisores de valores. Al fin y al cabo la vida es el principal valor que tenemos. Es natural que se pregunten con angustia, “¿Qué hemos hecho mal para que nuestros hijos tengan estos sentimientos?”.
Afortunadamente, el suicidio en la adolescencia es menos frecuente que en los adultos. Aún así, es la tercera causa de muerte después de los accidentes y homicidios.
La familia es el agente protector de la vida más potente. Ella transmite seguridad y afecto ya desde el nacimiento. Y a lo largo de la vida enseña mecanismos de defensa ante sentimientos de frustración o adversidad. Sin duda sentirse querido o ser capaz de querer es la experiencia más potente del ser humano para desear mantener la vida. No es extraño que cuando esto no se ha aprendido o experimentado, puedan aparecer en los adolescentes sentimientos negativos que se expresen de forma que puedan inquietar tanto a los padres. La percepción en la infancia del valor de la vida personal y social permanecerá para siempre.
Hemos oído hablar muchas veces de resiliencia. La resiliencia es un mecanismo natural de defensa contra la adversidad, de forma que, suceda lo que suceda, la persona se siente protegida, esperanzada y optimista, de tal manera que confía en que el problema, puntual por muy preocupante que sea, pasará y se resolverá más pronto o más tarde. En principio, todos somos resilientes, pero en la práctica hay quienes se sienten derrotados y no ven el final de lo que en un momento les agobia.
Siempre debemos tomarnos en serio estas expresiones, aunque en la mayoría de los casos reflejan situaciones pasajeras, sin peligro, pero que tenemos la obligación de atender e interpretar, y la oportunidad para crear en los hijos la seguridad, y el sentimiento de que no están solos ni abandonados. Ciertamente hay que estar atentos, pues en ocasiones estas frases pueden ser la manifestación de un hartazgo vital de causa familiar o social, o incluso patología mental.
¿Cuáles serían las situaciones potencialmente peligrosas?
Las familias con una dinámica en que los miembros se sienten mal, no se entienden, ni se quieren y apenas se soportan; cuando los padres están en vías de separación, con nula relación entre ellos ni con los hijos; si existen problemas escolares graves, que parecen una dificultad insalvable ante la que no existen tampoco apoyos familiares o académicos sino incomprensión por todas partes; si existen fracasos amorosos como expresión de una homosexualidad latente u otras frustraciones relacionadas; cuando la vida social en el barrio o la ciudad supone la vivencia de segregación, xenofobia o racismo hasta el punto de hacer imposible la convivencia, cuando no situaciones de acoso físico o psicológico; si existe una dificultad clara para expresar sentimientos o emociones…
Los médicos en la práctica clínica, en ocasiones hacemos unas preguntas que se recogen en forma de cuestionario y que nos pueden ayudar a conocer cuál es la dinámica familiar. Estas preguntas son: “¿Estás satisfecho con la ayuda que recibes de tu familia cuando tienes problemas?”, “¿Habláis en casa cuando alguien tiene alguna dificultad?”, “¿Se toman las decisiones importantes entre todos?”, “¿Estás satisfecho con el tiempo que pasa tu familia contigo?” y “¿Sientes que tu familia te quiere?”.
¿Qué se puede hacer?
Lo primero es tomar conciencia de la situación y analizar qué está pasando. La vida familiar es muchas veces rutinaria y apenas nos damos cuenta de lo que pasa en nuestro entorno más próximo. Estamos suficientemente ocupados en nuestros propios problemas. Parar, pensar, analizar e intentar saber qué les está sucediendo a nuestros seres queridos es lo primero. Intentar oír, escuchar y manifestar afecto y acompañar vienen después. A veces con esto basta. En ocasiones se nos pide más. Cambiar nuestras rutinas y dar prioridad a gestos y actitudes, como dedicar más tiempo a labores familiares, tiempo libre y espacios compartidos. Realizar actividades juntos, en las que se cree espacio y tiempo para el disfrute y las manifestaciones cariñosas. Las actividades comunitarias, la vida social y los amigos pueden contribuir en buena parte a entender los aspectos positivos de la vida. Existen muchas publicaciones que pueden contribuir a conocernos y a ayudar a crear espacios de protección, esperanza y optimismo.
¿Y si ésto no es suficiente?
No es raro encontrar familias a quienes cambiar sus rutinas les supone un esfuerzo tan grande que es imposible. A veces el problema es nuestro y no lo vemos. Los Pediatras interesados en Medicina de la Adolescencia o Médicos de Familia, junto a otros especialistas en salud mental pueden orientarnos. En estos casos merece la pena dedicar un tiempo a hablar con expertos o técnicos que nos ayuden si queremos salvar lo más preciado que tenemos. La felicidad de nuestros hijos es parte de nuestra propia felicidad.