El beso
El beso
E. Clavé Arruabarrena.
Medicina Interna. Experto en Bioética. Hospital Donostia. Guipúzcoa.
Ilustración: Omar Clavé Correas
Lucas no pudo conciliar el sueño durante la noche, tenía el alma rota. Se levantó apenas empezó a clarear, se puso un chándal y salió de casa. Después de dar varias vueltas sin rumbo fijo por el centro de la ciudad, tomó una de las calles que conducían al puerto. Al llegar, dejó atrás la dársena y avanzó por el sendero que, bordeando la costa, conducía a una de las lomas que se adentraban en el mar. Por el camino reparó en el reclamo de las gaviotas, se imaginó a un coro de plañideras entonando gritos lastimeros. Consideró que aquel grupo de aves habría reconocido su sufrimiento reflejado en su rostro, se figuró que se compadecían de él. Pero luego desechó esa idea. En realidad, aquellas gaviotas se mofaban, revelaban su verdadero carácter, temeroso, pusilánime. Al llegar a la zona más elevada, contempló el acantilado. Ofuscado, se acercó al pretil y miró hacia las rocas. El embate de las olas del mar siempre le había inquietado, el estruendo era ensordecedor, se preguntó si tendría valor…
En aquel momento, se levantó un leve viento marino que llevaba en el aire un suave aroma a salitre. La fragancia del mar despertó algunos recuerdos del verano y, como si fuera un lenitivo milagroso, apartó por unos instantes los pensamientos que le torturaban. Rememoró una tarde de estío que estuvo caminando por calles dormidas, bajo un cielo lánguido, con el espíritu ausente y preso de una aflicción inexplicable. Exhausto, se detuvo junto a un árbol herido del paseo y posó su espalda sobre el tronco, frente a una marquesina. De pronto, como si de una aparición se tratara, la vio descender de un autobús. Sus miradas se cruzaron y se sintió atrapado en sus ojos. Su corazón empezó a latir con fuerza, deprisa, parecía desbocado. Paralizado por la emoción, observó cómo se alejaba por la acera hasta doblar la esquina. En cuanto se recuperó, fue tras ella, pero ya era tarde, había desaparecido. Aquel sentimiento era nuevo para él. Era algo desconocido, pero maravilloso. Se preguntó si lo que había experimentado era amor, si podía enamorarse uno así, sin proponérselo.
Al día siguiente acudió a la parada del mismo transporte interurbano con la esperanza de volverla a ver. Esperó durante dos horas, pero fue inútil. Después, decidió tomar el bus y dio varias vueltas a la ciudad confiando en que ella subiera en alguna de las paradas. Fue en vano. Pensó si lo sucedido habría sido un producto de su imaginación, una ilusión óptica. Pero, a pesar de ello, no cejó en el empeño y repitió la misma operación en días sucesivos, sin éxito.
Habían pasado ya algunas semanas y, cuando menos lo esperaba, la vio. Fue una tarde que había quedado con sus amigos, pero, al reconocerla, decidió faltar a su cita. Lucas no quería revivir la zozobra de los días anteriores y, armándose de valor, se aproximó a la joven y le preguntó si podía acompañarla. Ella le sonrió. Supo que se llamaba Lidia y, mientras caminaban, Lucas no paró de hablar. Le preguntó por su familia, si estudiaba, qué música le gustaba, cuál era su lectura preferida… El tiempo transcurrió veloz. Ya estaba anocheciendo cuando Lidia se detuvo delante del portal de su casa y, con su dedo índice, selló los labios de Lucas. Ya iba a franquear la puerta, cuando él le propuso salir el día siguiente. Lidia asintió con una amplia sonrisa.
Siguieron juntos lo que restaba del verano. Cualquier cosa les hacía felices, una mirada, un gesto, una palabra, un roce. Un atardecer subieron al mismo lugar en el que, ahora él, se hallaba solo. Contemplaron el mar hasta el anochecer. Miles de estrellas punteaban el cielo, la luna parecía brillar con luz propia, la brisa marina perfumaba el aire de salitre. Lidia, quién sabe si por influjo de los astros, se alejó unos metros de la barandilla y comenzó a mecerse al ritmo del viento. Bailaba sola, leve como el pétalo de una flor, delicada como un tierno capullo. De su ser emanaba un resplandor sobrenatural que se fundía con el reflejo de la luna sobre la superficie del mar. Lucas presenciaba aquel espectáculo extasiado. Sentía que, de lo más profundo de su alma, nacían apéndices que acariciaban cada uno de los movimientos de Lidia. Trataba de encontrar una palabra que pudiera expresar la emoción que él sentía, un término que pudiera denominar aquella pasión. No lo halló. Se convenció de que únicamente el silencio podía ocupar aquel espacio e imaginó que solo un ángel, quizá una diosa, podía concebir ese silencio lleno de palabras sin sonido, de palabras que no existen. Con delicadeza se acercó a Lidia y la besó con ternura. Al mirarla, observó que unas lágrimas se deslizaban por sus mejillas. Lucas se inquietó, no deseaba que su torpeza hubiera roto el hechizo. Ella, posando la cabeza sobre su hombro, musitó: ¡Qué feliz soy!
Lidia no acudió a la cita del día siguiente. Lucas la telefoneó varias veces, pero no obtuvo respuesta. Se dirigió a su casa y pulsó el timbre del portal, pero nadie atendió la llamada. Después de esperar un rato en la calle sin saber qué hacer, salieron del edificio dos vecinas cuchicheando entre ellas. Al pasar a su lado, les oyó lamentarse de la suerte de Lidia. Supo que la habían hospitalizado y, atenazado por la angustia, corrió hasta el hospital. Al llegar, vio a los padres de Lidia abrazados y, unos metros por detrás, a su hermano, llorando cabizbajo. Lucas sintió que un viento frío de muerte le helaba las entrañas.
Vino la negrura, el dolor inenarrable, la amargura infinita. Echaba de menos la alegría de Lidia, el aroma a fruta fresca de su cuerpo, el arrullo de su voz dulce, melosa, sus gestos delicados, sus tiernas caricias… Se decía que era imposible que se hubiera extinguido para siempre, no podía soportar el suplicio de su ausencia. Vislumbraba un futuro sin sentido, de amaneceres sin luz, de noches insomnes. Le torturaba el pensamiento de que el rostro de su amada pudiese desvanecerse como sombras caminando en la bruma. La existencia sin ella se le antojaba peor que la muerte. Deseaba morir, anhelando otra vida que le permitiera reencontrarse con ella.
Solo, aturdido, con los ojos anegados por el llanto, presenció el horizonte. Miró cómo las olas del mar golpeaban inmisericordes las rocas del acantilado. Sentía una enorme opresión en el pecho, le costaba respirar. Uno por uno, se deshacían todos los lazos que le unían a este mundo, pensó en dejarse llevar… Sin embargo, en ese instante, escuchó que una voz le llamaba por su nombre. Reconoció al hermano de Lidia. Éste se acercó y, entre lágrimas, le entregó una carta. Presuroso, se dio la vuelta sin despedirse. Tampoco Lucas tuvo el ánimo de retenerle.
Cuando se alejó, abrió el sobre. Contenía una flor seca y una hoja manuscrita:
Mi amado Lucas.
No me encuentro bien. El médico me ha recomendado que ingrese en el hospital. No sé si regresaré a casa.
Siempre he sido precavida y, desde que empecé a salir contigo, he ido elaborando el escrito que ahora tienes en tus manos. Le encargué a mi hermano que te lo entregara si abandonaba esta vida terrenal. Es mi mejor confidente.
Me recuerdo enferma desde que tengo conocimiento. Perdía muchos días de clase alternando periodos en el hospital con largas temporadas de reposo en el pueblo atendida por mis abuelos. A los diez años tomé conciencia de que mi existencia sería corta. No quise perder ni un momento en lamentaciones y decidí aprovechar cada minuto de mi tiempo. Me parecía romántico fantasear otras vidas valiéndome para ello de lo que veía en el cine o lo que leía en los libros. Me gustaba asociar los estados de mi alma con los ciclos de la naturaleza, emparejar mi espíritu con las estaciones del año. Al cumplir quince años tomé la decisión de vivir experiencias que, hasta entonces, creía vetadas por mi enfermedad. Viajaba en cualquier medio de transporte para conocer otros lugares y estar con personas que, quizá, no volvería a ver nunca más.
Así fue cómo te conocí. El tiempo de cerezas había acabado y llevaba varios días con el corazón mustio. Tomé un autobús al azar y, entonces, te vi apoyado sobre un tilo enfermo. Parecías un chico triste y, no sé por qué, pensé que podíamos ser almas gemelas. Bajé del bus y, cuando se cruzaron nuestras miradas, mi corazón dio un vuelco. Nunca había sentido nada parecido. Desvié la mirada y caminé sin saber adónde me dirigía. Al doblar la esquina me escondí en el primer portal que encontré. Te observé pasar mirando de un lado a otro y supe, dentro de mi corazón, que tú habías sentido algo similar al verme. Permanecí oculta, a cobijo. Decenas de ideas pasaron por mi cabeza, entre ellas prevaleció que yo no tenía derecho a quebrarte el corazón. Ese día, al volver a mi casa, salvé esta flor que yacía soterrada entre hojas secas y ramas muertas, y la guardé entre las páginas de mi diario. Me gustaría que la conservases.
Cuando días más tarde me preguntaste si me podías acompañar, sentí una dicha infinita. Todo ha sido prodigioso en el breve tiempo que hemos compartido. Tu presencia ha coloreado mis días eliminando cualquier atisbo de sombra. Mi mundo se ha transformado como si lo hubiese tocado la varita de un mago, el aire que respiro es más puro, el agua que bebo más limpia, el sueño más reparador, el canto de los pájaros más melodioso, el rostro de la gente más esperanzado, la vida más bella.
Y tu beso ha sido la experiencia más maravillosa que he tenido en mi vida. En tus labios deposité todo mi amor y, adonde ahora me dirijo, me acompañará el sabor de los tuyos. Me voy tranquila porque sé que la savia que ha nutrido mi cuerpo ya forma parte de ti, que mi alma está con la tuya. Te he amado, como no he amado a nadie nunca, y el universo es testigo de que te amaré siempre. Deseo que seas feliz y necesito creer que pondrás todo tu empeño en lograrlo. Y, cuando vuelvas a enamorarte, seré dichosa, porque tu ventura es mi mayor felicidad.
Lidia había estampado el final del escrito con la imagen de sus labios pintados de carmín. Lucas, los besó. Sintió que una llama de esperanza resplandecía en lo más profundo de su alma. El amor que se profesaban era indestructible, era un amor sin final, se amarían más allá de la vida y de la muerte.
Se retiró del acantilado y tomó el camino que conducía al cementerio. Al llegar al camposanto, se acercó a su sepultura y, frente al nicho, se sintió atrapado por un aroma de manzanas. Su amada Lidia estaba presente, pero no a su lado, ni cerca de él, sino en su interior. Ya no necesitaría señales para sentirla, pues sus almas se habían enlazado en un tierno abrazo para toda la eternidad.
Donostia, junio de 2021