La hermana
Titulo
E. Clavé Arruabarrena.
Medicina Interna. Experto en Bioética. Hospital Donostia. Guipúzcoa.
Eduardo salió de la ciudad cuando el mes de noviembre tocaba a su fin. Era su intención pasar unos días en su pequeño refugio riojano de Tobía. Nada más llegar al pueblo, recogió algunos maderos de la leñera y encendió la estufa. Después de realizar algunas pequeñas labores domésticas en la casa, se apoltronó en el sillón de la sala al calor del fuego y se entretuvo leyendo el libro “Mortal y Rosa”, de Paco Umbral. Su lectura, le pareció dolorosa, profunda, sublime. Las horas pasaron tan rápido que, para cuando levantó la vista, afuera estaba anocheciendo y, como correspondía a un tiempo otoñal, llovía y hacía frío.
Dejó su asiento y se acercó al ventanal. Pasó la palma de la mano por el cristal empañado por el vaho y pudo atisbar cómo se desprendían las últimas hojas amarillentas de los chopos. Luego, volvió la vista hacia el interior del pueblo y, mientras contemplaba abstraído las casas vecinas débilmente iluminadas por la luz mortecina de unas farolas, se adueñó de su pensamiento una imagen recurrente que no lograba desterrar en las últimas semanas: el cadáver de su hermana. Habían transcurrido cerca de cincuenta años de aquel trágico accidente y, solo ahora, cuando faltaban unos meses para su jubilación, sentía la imperiosa necesidad de meditar sobre aquel dramático periodo de su vida y de reflejar sus vivencias por escrito. No se lo pensó más tiempo y, aproximándose al secreter, abrió su diario y se esforzó en recordar su pasado. Le pareció bien comenzar escribiendo que acababa de cumplir sesenta y tres años y que se hallaba en el otoño de su vida; pero, rápidamente, lo desechó, ya que le pareció un recurso literario muy manido y, además, le resultaba redundante sobre el papel, ya que se correspondía con la estación del año.
Pasó un buen rato frente al diario y, como no se le ocurría nada más, lo abandonó y se paseó distraído por el interior de la estancia. Mientras observaba a través de la ventana los regueros de agua que se formaban en la calle, le vino a la memoria que, unos meses antes del accidente que puso fin a la vida de su hermana, había fallecido, en el curso de una intervención quirúrgica de corazón, el hermano de Cayo, un amigo de la infancia. Cuando le vio desfilando junto a su familia en el funeral de su hermano, una desconocida aflicción se apoderó de él. Entonces, se sintió abrumado por la pena y, como no sabía discernir lo que sentía ni cómo podía consolar a su amigo, los días que siguieron procuró acercarse a él, de manera que no se sintiera solo, que notara el calor de su compañía. Ni siquiera podía imaginar que, al poco tiempo, sería él mismo quien acompañara a sus padres en ese doloroso trance.
Por aquellas fechas, Eduardo contaba quince años de edad; algunos granos le afeaban la cara y un vello ralo sombreaba su labio superior. Permanecía parte del tiempo callado, pues se avergonzaba del cambio de tono de su voz y de los gallos que, rebeldes, se escapaban cuando menos se lo esperaba en la mitad de una frase. No hacía mucho tiempo que su madre le había descosido los bajos del pantalón para alargarlos y se habían quedado cortos de nuevo. El primer día de cada mes, se acercaba a una de las esquinas de la alacena de la cocina y, con un lápiz, hacía una señal donde llegaba su cabeza. El análisis de las marcas mostraba, sin lugar a dudas, que se estaba produciendo aquel “estirón” del que sus padres le habían hablado, y que él tanto había ansiado. No había pasado mucho tiempo desde que su cabeza hubiera rebasado los hombros de su hermana e, impaciente, soñaba con el momento preciso en el que alcanzase su estatura y la superase. Según sus cálculos, le faltaba pocos meses para conseguirlo. Sin embargo, aunque era evidente que estaba creciendo con rapidez, su altura seguiría siendo demasiado baja para que pudiese practicar, con ciertas garantías, el que desde hacía un par de años era su juego favorito: el baloncesto. También era verdad que hubiera deseado pertenecer al equipo de fútbol del colegio, pero tenía que reconocer que había otros compañeros que lo hacían mejor que él y había decidido probarse en otros deportes en los que quizá pudiese destacar.
Eduardo volvió al escritorio e hizo memoria de aquel día que marcaría su adolescencia y el resto de su vida: “Era sábado. Por la mañana, habría ido a clase o habría jugado algún partido de fútbol o de baloncesto. No lo recordaba a ciencia cierta, pero lo que sí podía asegurar era que, por la tarde, se había juntado con sus amigos y, como en otras ocasiones, habrían ido a tontear delante de las muchachas que les gustaban. Se imaginaba, por las miradas y las risas, que ellas también sentían algún interés por aquellos mozalbetes que correteaban y les gritaban al pasar. Eduardo notaba que una sensación extraña recorría su cuerpo y que su cara enrojecía, al cruzarse con los ojos de una de ellas. Aquella joven, a quien apodaban “la sonrisas”, le gustaba, pero no era la única por la que se sentía atraído, ya que también se interesaba por “la moli” o “la bollito”. ¡Le parecían tan guapas!
Después de recorrer con sus compañeros las calles céntricas del pueblo detrás de las chicas, comiendo algunas pipas y fumando a escondidas, se hizo de noche y, mientras emprendían la vuelta a sus casas, vieron que un numeroso grupo de personas se arremolinaba en torno a una de las curvas de la carretera general que atravesaba la población. Oyeron, que alguien decía, que había habido un accidente; pero lo que él creyó en ese momento, es que no habría pasado nada realmente importante. Ese pensamiento le perseguiría a lo largo de toda su vida.”
A Eduardo no le resultó fácil describir los acontecimientos que sucedieron aquella noche. En su memoria se agolparon a modo de destellos, imágenes, aparentemente inconexas, en las que se confundían sentimientos y emociones que, estaba seguro, aquel adolescente no sabía interpretar en esa época. Al evocar aquellos días tan funestos, por un momento temió que el sufrimiento se volviera a instalar en su espíritu. De pronto, sintió que le faltaba el aire y, aunque afuera seguía lloviendo y hacía frío, se levantó del asiento y salió al exterior de la casa. Dio un par de vueltas por la era y, cuando se hubo serenado, buscó el cobijo de aquel tiempo tan desapacible guareciéndose en el porche de la casa. Se apoyó en el muro de la vivienda y, subiéndose el cuello del impermeable, cerró los ojos y rememoró su pasado:
“Un conocido del pueblo llamó a la puerta de su domicilio. Su padre, Joaquín, cruzó algunas palabras con él y, sin cerrar la puerta, se acercó a su madre, Dorita, y le dijo que María Eugenia, la hija de ambos, había sufrido un accidente. Se pusieron las primeras prendas de abrigo que hallaron y salieron con prisas de la casa. Era de madrugada cuando regresaron. Eduardo no se había podido dormir y dando un brinco saltó de la cama cuando escuchó el chirrido de los goznes de la puerta. Desde el umbral de su dormitorio, vio a sus padres profundamente abatidos adentrándose por el pasillo. Sus rostros habían envejecido varios años. Su padre se acercó a él y, con la voz afectada por el dolor, le comunicó que su hermana había muerto.
Eduardo sintió que le temblaba todo el cuerpo y no supo si la causa de su estremecimiento era aquel tiempo tan inclemente o el trauma de revivir su pasado. Volvió al interior de la vivienda y, permaneciendo en la oscuridad, dejó que los recuerdos le invadieran nuevamente: “…se alejó de su padre y fue a resguardarse a uno de los rincones de su habitación. De repente, cobró conciencia de que se había convertido en hijo único y de que nadie competiría con él por el cariño de sus padres. Al instante, un enorme sentimiento de culpa le embargó por haber albergado aquel pensamiento tan mezquino, aunque solo fuera unos segundos. Después, le atenazó una oscura soledad y, pasados algunos minutos, comenzó a llorar. No sabría calcular cuánto tiempo estuvo escondido en la penumbra, pero sí que, desde aquel recoveco, escuchaba el llanto desconsolado de su madre. La noche se le hizo eterna.
Por la mañana, se enteró de lo que había sucedido, cómo un camión de la marca “Ebro”, al tratar de adelantar a otro vehículo pesado en la curva que se conocía “del hospitalillo”, había chocado con la cabina delantera y, desviándose de su camino, había invadido la acera por la que transitaban en ese momento María Eugenia y su novio, así como una joven del mismo nombre que su hermana, que también había fallecido. Solo el novio había logrado sobrevivir, aunque con heridas muy graves.
Era mediodía cuando llevaron al domicilio el ataúd que contenía el cuerpo de su hermana envuelto en un sudario. Un lienzo blanco lo cubría casi en su totalidad dejando visible solamente la cara. Era la primera vez que reparaba en la palidez cérea de la muerte. Se acercó y recorrió con sus dedos la frente de su hermana. Su rostro estaba gélido y sintió una gran conmoción. Fue su bautismo en un dolor hasta entonces desconocido y que tardaría tiempo en aliviarse. La esquela anunciaba en el periódico que la familia agradecía las muestras de apoyo, pero que no deseaba recibir visitas, quería condolerse en la intimidad. Sin embargo, el estupor que se generó en el pueblo fue tan grande, que varias decenas de convecinos acudieron para dar el pésame a sus padres y velar el cadáver.”
Eduardo recordó cómo, en aquel momento, “no lograba abstraerse del entorno y no podía evitar que sus oídos se vieran invadidos por las conversaciones entrecortadas, a veces como en susurros, por los llantos, que se intensificaban al aparecer los parientes de sus padres, entre los rezos y las letanías. Se topaba con personas que nunca había conocido y experimentaba un sentimiento de extrañeza que le hacía sentirse totalmente desubicado en su propia casa. Deambulaba de una habitación a otra y, cuando necesitaba estar solo, se refugiaba en el baño. A pesar de ello, eran tantas las personas que acudían al velatorio, que enseguida le sacaban de su ensimismamiento y se veía forzado a abandonar su escondrijo.
Cuando se celebró el funeral, pudo ver de soslayo las caras compungidas de algunos de sus amigos mientras se acercaba al altar en compañía de sus padres. De lo que sucedió en la iglesia solo le quedó la impresión en su memoria del llanto de su madre, el aroma del incienso y el sonido de la música sacra.
Los meses que siguieron fueron duros, dolorosos. La casa estaba siempre desangelada, fría, y todo era tristeza, pena y sufrimiento. A diario, su madre, vestida de luto, visitaba la tumba de su hermana, rezaba y lloraba desconsolada, y, a veces, él la acompañaba. Necesitaba hablar de su hija para aliviar su aflicción.”
En ese momento, Eduardo se sintió agobiado por el torrente de emociones que le dominaban y abrió los ojos. Todo permanecía silencioso y oscuro. A su mente se asomaron algunas palabras que su madre repetía y que le causaron una honda impresión; le dejaron tan profunda huella que le acompañarían toda su vida. Repasó mentalmente lo que escribiría en su diario: “Su madre le decía que, el día que María Eugenia había fallecido, la vio marcharse feliz al encuentro de su novio, como si estuviera en éxtasis.
Mientras tanto, su padre libraba su propia batalla contra el sufrimiento, rumiando su dolor y su llanto en soledad. Años más tarde, cuando su madre dejó de acudir al cementerio, su padre tomó el relevo y empezó a subir la empinada cuesta que llevaba al camposanto a diario. Tuvieron que pasar veintitrés años para que, al morir su padre y recoger sus pertenencias, vislumbrara su sufrimiento. Encontró una carta destinada a un amigo de su juventud que nunca llegó a enviar, pero que guardaba celosamente en su cartera, en la que narraba su pesar y su dolor por la muerte de su hija. Al saberlo, Eduardo se arrepintió de no haber sido más afectuoso con su padre, de no haberle abrazado tanto como lo había necesitado.
Pronto comprendió que la vida ya nunca sería igual. Iba al colegio y se esforzaba por tener unas buenas notas para no disgustar a sus padres, pero no le resultaba fácil arrinconar el dolor y la tristeza que se vivía en la casa. Se olvidaba de todo cuando disputaba un partido de fútbol o jugaba a la pelota en el frontón, pero, al volver al hogar, reaparecía la grisura y el dolor. Procuraba parar poco por su domicilio, salía y se juntaba con sus amigos y, cuando estaba con ellos, buscaba la compañía de Cayo, pues notaba que el dolor los había hermanado, y la de Mañu, otro amigo que había perdido a su madre al poco tiempo de morir su hermana. Los tres, sin necesidad de palabras, se sentían bien, unidos por el mismo dolor, por la añoranza del ser querido, por la incomprensión de lo sucedido y por la necesidad de sentirse queridos.
Un día, algo cambió. Habían pasado casi dos años de la muerte de su hermana, cuando coincidió con ella en el autobús. Nunca había visto unos ojos más bonitos y una mirada tan triste. Se enamoró al instante y, al poco tiempo, empezó a salir con ella. Entonces supo que podría volver a ser feliz…”
Eduardo suspiró y, aunque nunca había aprendido a fumar, encendió un pitillo, pues necesitaba algunos minutos de sosiego. Pensó que ese pequeño gesto podría aligerar un poco el lastre emocional que la memoria le imponía a su espíritu; que, consumir un cigarro, le permitiría poner algo de distancia. Cuando inhaló el humo del tabaco, sufrió un fuerte acceso de tos y sintió que se mareaba. Enseguida, cayó en la cuenta de que fumar, escuchar música, leer y hasta escribir, eran distracciones que le habían permitido huir de una dura realidad durante toda su vida. Supo que, en lo más recóndito de su alma, lo que no quería era reflexionar sobre lo que le había supuesto la muerte de su hermana. Y que su mente siempre se había fabricado los muros que necesitaba para contener el pavor que le causaba enfrentarse a la ausencia de María Eugenia.
Como seguía a oscuras en el interior de la casa, consideró que debía encender la luz y escuchar música o ponerse a leer, pero, finalmente, se sobrepuso al miedo que le paralizaba con el auxilio de una voluntad hasta entonces desconocida. Dejó su mente libre y apareció la imagen de su hermana que le preparaba la comida como todos los mediodías. Ella, en silencio, le prestaba atención a todo lo que él le decía. Escuchaba la retahíla de problemas que había tenido aquella mañana con algún amigo en el recreo o le prestaba oídos a su preocupación, porque el examen no le había salido tan bien como esperaba. Luego, le servía la comida. A veces, cuando él renegaba y decía que no quería comer más o que no le gustaba la comida, con paciencia y con dulzura le explicaba la difícil situación económica familiar; cómo sus padres, que a esa hora siempre sesteaban, trabajaban sin desmayo en la sastrería para que pudiera disponer de aquellos alimentos que él rechazaba y para que pudiese seguir estudiando en un colegio privado. Sin alzar la voz, le decía que sus padres se sacrificaban mucho por ambos, que debía comprenderlos y sentirse muy agradecido, como ella lo estaba, del enorme esfuerzo que hacían para que nada importante le faltara a ninguno de los dos. Pasados algunos meses de su muerte, Eduardo fue consciente de que su hermana había renunciado a sus estudios al cumplir los catorce años de edad y había empezado a trabajar con sus padres en la sastrería, proporcionándoles la ayuda necesaria para que pudiesen hacer frente al trabajo que se les amontonaba y evitar que se hundiera aquel comercio familiar que siempre amenazaba con la ruina. También, recordó cómo, en esa época, se sintió abrumado por la responsabilidad al saber que sus padres pudieron costearle los estudios de medicina gracias a la indemnización que cobraron por la muerte de su hermana. Más tarde, tuvo el presentimiento, y después la certeza, de que su hermana le acompañaría a lo largo de toda su vida proporcionándole su amparo y su protección.
Esta vez, Eduardo, volvió a estremecerse, pero no por el temporal que azotaba el exterior de la casa, sino rememorando el desprendimiento, la generosidad de María Eugenia, y, sobre todo, su ternura y su bondad. Su hermana seguiría viva hasta el día que él muriera y se comprometió a que lo siguiera estando en la memoria de sus descendientes. Emocionado, meditó si el discurrir de su vida había sido digno merecedor de aquel sacrificio y, cuando finalmente se serenó, se fue durmiendo.