Soliloquios otoñales
Soliloquios otoñales
E. Clavé Arruabarrena.
Medicina Interna. Experto en Bioética. Hospital Donostia. Guipúzcoa.
Blog: relatoscortosejj
Autor de la ilustración: Omar Clavé Correas.
Suenan lejanos los trinos de unos pájaros, son como notas sueltas que en el aire se desvanecen. Los árboles están desnudos y las veredas se cubren de hojas muertas y frutos marchitos. Hace un viento húmedo, huele a moho, a podredumbre. Acabó el tiempo de recolección, queda el rastrojo. Aunque es tiempo de hacer balance, de revisar las pérdidas, de pensar en el invierno, sucumbo a la desgana y me entretengo con la banalidad de lo cotidiano, tomando un té a deshoras, remendando un bolsillo rasgado del pantalón, contemplando el hervor del agua donde se cuece una patata, trampeando el desasosiego.
Más tarde, cuando la luz se oculta, vuelve el acoso del tiempo, inexorable, puntual, inflexible. Miro al espejo y me devuelve una imagen familiar, deformada: el cabello ralo y canoso, el rostro arrugado, las mejillas flácidas, el rictus depresivo de la boca, algunas cicatrices. Escudriño a través de la oscuridad de mis pupilas por el sendero que conduce a mi interior, buscando las heridas y las cicatrices de mi alma. Nada encuentro.
Al finalizar el día, medito sobre la brevedad de la vida, en que todo es efímero, fugaz, y me pregunto si existirá otra vida o si solo nos queda la nada. De súbito, me siento solo, vacío, perdido en estas cuatro paredes, minúscula materia en la inmensidad del universo. Entonces, cuando la angustia enrarece el aire que respiro, acuden al rescate el aliento de mis ausentes, la ternura de sus caricias; los siento muy dentro de mí, por eso sé que me instalaré en el alma de mis descendientes, para abrazarles cuando lo necesiten. Me envuelve una silenciosa calma, me sosiego, duermo.
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Acuden a mi memoria imágenes de mi infancia, remembranzas que nutren este cuerpo que envejece, y se deteriora, de manera irremediable. Era una tarde de verano, yo estaba sentado en el suelo de la cocina jugando con el polvillo que se movía a través de los rayos de sol que entraban por la ventana. A mi lado, un barreño de metal contenía unas sábanas blancas inmersas en agua azulada con polvos de añil; olía a lejía. Mi madre tarareaba una canción mientras restregaba la ropa en la fregadera. Entonces mi madre era una mujer joven y fuerte, y yo me sentía protegido, era feliz.
Siendo niño, mi madre me tomaba del hombro y, con ternura, me persignaba; después de santiguarme, repetía la señal de la cruz recitando esta letanía: Dios te haga un chico bueno, guapo y un hombre de bien; luego me estampaba un beso cariñoso en el rostro y me acompañaba hasta la puerta de casa. Yo caminaba hacia el colegio sin comprender bien el sentido de las frases que acababa de escuchar; pero quería mucho a mi madre y me esforzaba en ser el niño bueno, guapo y el hombre de bien que ella deseaba. Peinando canas, leí las Meditaciones de Marco Aurelio(1). En sus pensamientos destaca, entre otros deberes, el de ser un “hombre de bien”, hacer lo que la naturaleza exige, sin desviar la mirada y como más justo nos parezca: con benevolencia, decoro y sin hipocresía. Estoy seguro de que mi madre no leyó nunca a Marco Aurelio y, sin embargo, formó parte de su vida, y, en consecuencia, de la mía.
Toda su vida temió que algo malo me ocurriera, rezaba para que Dios me protegiera y continuaba santiguándome, como al niño que ella veía, a pesar de que yo ya estuviera cursando estudios en la facultad de Medicina. Y, si salía de viaje, al deshacer la maleta, descubría en su interior unas hojas de laurel bendecidas el día de Ramos. Sufrí dos veces su muerte. La primera, larga y dolorosa, cuando contrajo la enfermedad de Alzheimer. La segunda, cuando me dejó huérfano para el resto de mis días.
Escuchando a los enfermos, transidos de dolor, gemir o clamar por sus madres en las noches de hospital, siempre he compadecido su sufrimiento. Su pesar, su desesperación, no me eran ajenos. Pienso que, al llegar mi hora, también llamaré a mi madre deseando sentirla cerca.
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Paseando por las cercanías de la estación del ferrocarril, me sobreviene un recuerdo doloroso. Viajo con mis dos hijos en el tren nocturno para Barcelona. No hace medio año desde el accidente en el que murió su madre. Nos instalamos en el coche cama. Le retiro la prótesis de la pierna a mi hija Irene, le molesta. Pasado mañana tenemos cita con un médico rehabilitador en el hospital Vall d´Hebron. No he querido que mi pequeño Omar sintiera mi ausencia, lo he traído con nosotros. Tiene veintiún meses, le cambio los pañales antes de ponerle el pijama, está precioso. Les acuesto a los dos en las literas, se duermen enseguida. El traqueteo del tren me impide conciliar el sueño. Me embarga una enorme tristeza, temo no poder superar la situación en la que me encuentro, pero no quiero que los niños me vean así, no deseo transmitirles mi pesar. Llegamos a Barcelona, bajamos del tren y buscamos una pensión cerca del hospital. Mientras trato de liberarme del dolor que desgarra mi alma, observo cómo la gente se afana por ganar el pan de cada día. La vida continúa. Por la tarde iremos al zoo, quiero que mis hijos conozcan a Copito de Nieve. Al día siguiente acudimos puntuales a la cita en el hospital. Después de valorar a Irene, el médico rehabilitador me da dos buenas noticias: la prótesis no es necesaria y me recomienda acudir al centro ASPACE de Donostia para continuar la fisioterapia.
Entonces tenía yo treinta y tres años, la vida me era adversa, había perdido buena parte de su sentido. Hice de tripas corazón, mis hijos eran muy pequeños, me necesitaban. Ahora tengo sesenta y siete años y Kilian, mi nieto, acaba de cumplir dos años y medio. Tomo conciencia de que no se debe perder la esperanza porque, a veces, la vida te sorprende brindándote una pizca de felicidad.
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Cada cierto tiempo repaso episodios de mi biografía preguntándome qué hubiera sucedido si las decisiones que tomé en determinados momentos hubieran sido otras; trato de imaginar cómo hubiera sido mi existencia en el caso de haber seguido un camino distinto. Este tipo de pensamientos ha sido una pesada losa en algunos periodos de mi vida, aunque nunca han llegado a torturarme. Pienso, por ejemplo, que si aquel fatídico cinco de marzo, tras haber finalizado la reunión que me condujo a Bilbao, no me hubiera quedado a comer y hubiera regresado directamente a casa, es posible que Merche no se hubiera desplazado con mi hija Irene a Zaldibia, o bien, que su salida hubiera podido retrasarse unos breves instantes y, en consecuencia, no habrían sufrido el accidente que modificó fatalmente nuestra existencia. Merche seguiría viva e Irene no habría sufrido ningún tipo de secuela. Pero luego, a renglón seguido, pienso en Marijose y en mi nieto Kilian. Es probable que no me hubiera vuelto a casar y que nunca hubiera existido Kilian. Y, quién sabe, la tristeza, quizá lo envolviera todo.
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Mi hijo, Omar, es noctámbulo, sus neuronas se activan por la noche. La música, las imágenes, las ideas, se desparraman en su cabeza a medida que las sombras se van enseñoreando del día. Sus pupilas, dilatadas, se contraen con la luz de las farolas y los anuncios de neón. Camina rápido por la ciudad, siempre acompañado de su perro fiel. Enciende un cigarrillo tras otro que, a veces, se consumen sin apenas dar cuatro caladas. Bajo el firmamento, ora oscuro, ora iluminado por la luna y las estrellas, bullen en su mente un torbellino de planes, aromas, notas musicales que, en ocasiones, se aquietan al pasar por un punto de recogida de basuras. Mientras el chucho husmea los desperdicios, él dirige su mirada atenta a los muebles dañados y piezas que, en sus manos diestras, pueden cobrar una nueva vida. De vez en cuando, encuentra fotografías y enseres que pertenecen a una persona que mudó su estancia en la tierra. Vidas sobrantes, acumuladas en vertederos de olvido, que se reciclan o se incineran mientras el resto del universo continúa. Lo que experimentaron, lo que aprendieron, las personas a quienes amaron, todo volatilizado, reducido a cenizas. A mi hijo, entonces, se le escapa alguna lágrima; y yo me siento sobrecogido al saber que, al morir, todo lo que pudieron crear y aportar a la sociedad, nunca existirá. De inmediato pienso en las terribles pérdidas para la humanidad de tantas vidas segadas por la violencia, las guerras, las enfermedades o los accidentes, y una inmensa tristeza se adueña de mi espíritu.
Un día mi hijo me regaló uno de sus hallazgos: varias libretas manuscritas, algunos libros antiguos y un pasaporte datado en los años 20 del siglo pasado. Se trataba de un hombre cercano a la cincuentena, extranjero, bien parecido, con bigote y lentes redondas. En el salvoconducto se señalaba que su rostro era ovalado y sus ojos grises. Me sentía como un usurpador invadiendo retales de su intimidad, pero la curiosidad superó mi voluntad impidiendo que me deshiciera de aquel pequeño tesoro. El sujeto recopilaba, con una caligrafía excelente y en distintos idiomas, frases de literatos, filósofos o artistas célebres. Yo, mientras repasaba los cuadernos de este forastero, cavilaba sobre el deseo que tenemos de permanecer en el recuerdo, de que no se olviden de nosotros enseguida. Fue uno de los motivos por los que deseé saber más de la vida de este personaje, averiguar algo de su pasado, conocer las razones que determinaron que dejase su país de origen y se afincara en San Sebastián. Creía que, de esa manera, proporcionaba una oportunidad de revivirlo, de rescatarlo de la desmemoria de los vivos. Mas, pronto acudieron a mi mente los fracasos que había cosechado en mis intentos por recabar información de algunos de mis parientes ya fallecidos, y me desalenté.
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He llevado una vida corriente, no me ha sucedido nada extraordinario. Hace tres años dejé de atender a enfermos en el hospital, me jubilé. Durante cuatro décadas, el dolor, la esperanza, el sufrimiento, el sosiego y la muerte, han jalonado mi vida conformándome tal cual ahora soy; también los aciertos y los errores. Viví avances significativos, participé de buenos proyectos, fruto del trabajo de muchos profesionales; experimenté algunos fracasos, posiblemente por vivir a destiempo, también por carencia de ambición o por comodidad o, quizá, porque la vida me había reservado otros caminos.
Siempre he pensado que una medicina sin corazón no puede ser buena, que una medicina que exclusivamente se mueve en los límites de la razón, yerra. Hubiera deseado que los profesionales de mi tiempo hubiesen incorporado en su pensamiento a Blaise Pascal(2) y que todos hubiéramos sentido como él que “el corazón tiene razones que la razón no comprende”. Creo que si mirásemos con los ojos del corazón, podríamos mostrarnos más compasivos y acercarnos con una sensibilidad amorosa al sufrimiento de los enfermos.
Entre las experiencias profesionales que he vivido me resulta imposible olvidar la expresión de las miradas de personas que se suicidaron mientras yo les atendía. Siempre he sentido una gran inquietud por saber qué es lo que veían. Conforme ha ido discurriendo mi vida, presiento que lo que presenciaban era el horror, la soledad, la oscuridad, el vacío infinito. A veces pienso que si me hubiese acercado a ellos con el corazón más abierto hubiera captado mejor sus pesares, habría podido acompañarles mejor en su sufrimiento y, quizá, quién sabe, habrían continuado con sus vidas.
Durante algún tiempo, mi pensamiento estuvo repleto de clichés, de deseos, de utopías. Creía firmemente que las mujeres estaban más dotadas para el amor y la compasión. Por eso deduje que el desembarco de tantas mujeres en la profesión médica era lo que ésta necesitaba para un cambio de paradigma, para que, realmente -no de cara a la galería-, la medicina estuviera centrada en las necesidades del paciente. Me desencanté. Descubrí que las mujeres pueden ser igual de virtuosas o de inhumanas que los hombres, y que, en bastantes ocasiones, el enfermo está en la periferia de sus objetivos; que la medicina, que muchas veces se practica, está dirigida a un enfermo hipotético, imaginario, irreal. Por otra parte, me costó comprender cómo algunos intereses mezquinos, instalados en pequeñas parcelas de poder, se alejaban de la perspectiva del enfermo como centro de todo.
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He visitado a dos compañeras con las que compartí momentos inolvidables en el hospital. Las aprecio mucho, por distintos motivos. Las dos pertenecen a una generación anterior a la mía, ambas se han adentrado ya en el invierno de sus vidas.
La mayor de ellas vive sola, tiene ochenta y ocho años y se arregla con la ayuda de una cuidadora durante algunas horas al día. Agradece los minutos que su familia o los amigos le podamos dedicar, cada muestra de afecto que le podamos aportar. También da las gracias a Dios porque le ha proporcionado una vida larga y provechosa, pero cree que ya ha vivido suficiente y desearía abandonar este mundo sin sufrimiento. Me confesó que no le importaría dormir y no despertarse más; creo que lo desea incluso. Sin embargo, se resigna, cree en la voluntad de Dios, en que sus designios son inescrutables. Aseguró que, después, nos veríamos en el cielo. A pesar de expresarle mis dudas sobre si yo merecía ir al cielo, se mostró convencida de que allí nos volveríamos a ver.
La más joven está enferma desde hace un par de años, le cuesta respirar, le traicionó su corazón. Ahora, apenas sale de casa, la disnea limita su movilidad; su vida discurre entre cuatro paredes revestidas de recuerdos. Siempre ha sido una mujer optimista, y lo sigue siendo. Aunque desconoce cuánto tiempo más estará entre nosotros, no se engaña; sabe que se desliza por una pendiente que solo se detendrá en la muerte. No padece angustia, considera que la naturaleza actúa sabiamente, que llegará el día que tiene asignado y podrá descansar.
Ambas son mis amigas, profesoras de lo que resta de vida, me enseñan, al igual que muchos de los enfermos que he atendido, que a morir también se aprende.
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El otoño languidece. Unos gorriones corretean por el suelo alfombrado de hojas muertas afanándose por encontrar el sustento diario. El cielo, casi siempre gris; a veces, como hoy, soleado, pero con unos rayos que apenas calientan. Se oye un rumor de fondo, conversaciones entrecortadas, de vez en cuando algunas risas. Cuando menos lo espero, descubro algo que desconocía, es el universo que me sigue sorprendiendo. Me conmueve saber que, en unos pocos lustros, las naves espaciales amartizarán y el hombre colonizará Marte, que, más adelante, viajará a otros planetas. No sé si tendré tiempo de verlo, pero me siento dichoso pensando que mis hijos y mi nieto lo puedan ver.
Algunos de mis seres queridos no nacieron para envejecer, murieron jóvenes. Otros se ausentaron mediada mi vida. A veces, como si fuera un presagio, siento que se acerca la noche oscura, sin retorno. La ahuyento, pero, tenaz, vuelve cuando menos lo esperas. Entonces me pregunto cuánto tiempo tiene reservada la vida para mí. No obtengo respuesta, pero sí sé que haber amado, que ser amado, inunda de sentido mi vida. Cuando yo ya no esté, permanecerán los ríos, las montañas, el aroma de las flores, el canto de las aves… La vida continuará sin mí, y pienso que ha merecido la pena vivirla.
Referencias
- Meditaciones. Marco Aurelio.
- Pensamientos. Blaise Pascal.