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El gatito que lloraba como un bebé

 

El gatito que lloraba como un bebé

E. Clavé Arruabarrena.
Medicina Interna. Experto en Bioética. Hospital Donostia. Guipúzcoa.

El gatito que lloraba como un bebé

Ilustración: Omar Clavé Correas.

Desconozco la razón por la que mi madre lo trajo a casa. Es posible que se debiera a que unas semanas antes había muerto Dick, mi perro. Cuando lo adopté –a Dick lo recogí en la calle– tenía la costumbre de ladrar y perseguir a los vehículos que veía pasar; y en una de esas una camioneta lo atropelló. Hasta que aquel perro se cruzó en mi vida, yo era un chico timorato objeto de burlas de mis compañeros de colegio. La presencia de Dick –cuya lealtad y camaradería eran inimaginables para un tipo como yo– me hizo sentir que la vida podía ser diferente, incluso bella. Por eso su muerte fue un auténtico mazazo para mí. Era, además, la primera vez que sentía el vacío que deja un ser querido al morir y me encerraba a llorar en la soledad de mi habitación. Y ahora que lo pienso es posible que, esa aversión al sufrimiento y a la muerte que entonces sentía, fuera una de las razones por las que decidí estudiar medicina.

Tampoco sé los motivos por los que mi madre le puso de nombre “Escoria”. Lo que sí recuerdo es que no me gustaban los gatos de manera especial, los tenía por ariscos, huraños e imprevisibles. En cuanto te acercabas a ellos, dependiendo del humor que tuvieran ese día, se dejaban acariciar o te soltaban un zarpazo que te hacía ver las estrellas. Sin embargo, Escoria –que apenas tenía un mes– se veía tan pequeño y tan indefenso, que pronto me sentí conmovido y me encariñé con él.

Era una criatura graciosa y adorable. Se entretenía con cualquier cosa, con un trozo de papel, un hilo, una pelusa que rodaba por el suelo… A veces se acercaba sigiloso y se ponía a trepar por las perneras de mis pantalones; entonces, yo tenía que cogerlo en brazos para evitar que continuara ascendiendo hasta mi cuello. En otras ocasiones, se escondía dios sabe dónde y permanecía oculto durante horas. Me imaginaba en esos momentos que estaría cometiendo alguna fechoría –como rasgar los cojines de los sillones o las cortinas de alguna habitación– o, simplemente, que estaba entretenido persiguiendo alguna sombra fantasma. Otras veces disfrutaba de su brío juvenil viéndole corretear en el pasillo o saltando tras las moscas. Pero, por lo general, permanecía adormilado en uno de los lugares de la casa por los que tenía una querencia especial: junto a la amplia cristalera del balcón por donde escapaba las noches de verano en cuanto tenía la menor ocasión.

Una madrugada me despertó un ruido alarmante: me pareció escuchar el llanto de un niño en nuestra casa. En aquel instante salté de la cama preso de la angustia y me dirigí hacia el lugar de donde procedía aquel sonido. Me sorprendió encontrar a Escoria llorando como si fuera un bebé en el alféizar de la ventana que daba al patio. El llanto del gato era turbador y, estoy seguro, despertó a más de un vecino. A pesar de tomarlo en brazos y acariciarlo, todavía continuó gimiendo durante un rato. Algo que yo desconocía inquietaba al pequeño animal. Miré a través de la oscuridad, pero allí no se apreciaba nada, todo era silencio.

Pasados unos días lo encontré agazapado en un rincón, inmóvil, con la mirada perdida, sin atender a mis caricias. Nunca se había comportado de esa manera tan extraña. Lo llevé a la cocina, a uno de sus rincones preferidos, y le puse leche en un platillo. Al rato, sin tan siquiera haber tomado nada, se desplazó lentamente hacia la sala y se metió debajo del sofá. Mohíno, permaneció inmóvil todo el día emitiendo un suave quejido, como si algo lo estuviera desazonando por dentro. Antes de acostarme, le acerqué un bol con agua fresca que no probó.

Esa noche me fui preocupado a la cama y me costó dormir. Serían las tres o cuatro de la mañana cuando me despertó un ruido extraño que procedía de la cocina. Al encender la luz, encontré a Escoria rodeado de un charco de sangre y me asusté. Enseguida comenzó con arcadas y comprobé que era él quien la había vomitado. Antes de ir a la escuela, fui en busca de Don Braulio –el médico del pueblo y amigo de la familia–. Lo encontré camino de su consulta y le comenté lo que le ocurría a mi gato. Se quedó pensativo frunciendo el ceño durante algunos segundos. Luego, pasando su mano por la barbilla, me dijo:

  • Uf, es cosa mala. Es probable que haya comido algún veneno…

Luego se dio media vuelta y continuó su camino.

Cuando volví a casa, Escoria seguía tumbado bajo el sofá. Estaba más delgado y había perdido el lustre. Al acercarme, un hedor a podrido se extendió por mis fosas nasales y, en ese instante, supe que el gatito se estaba muriendo. No sé el tiempo que pasé acariciándolo con ternura, contemplando impotente el deterioro del pobre animal hasta que la visión de aquel sufrimiento se me hizo insoportable. Entonces tomé conciencia de que solo la muerte podría librarle del tormento que estaba padeciendo, así que, conteniendo las lágrimas, lo puse en un cestillo, cogí la escopeta de caza de mi padre y me lo llevé al monte. Elegí un lugar discreto rodeado de árboles y matorrales. Allí lo maté y lo enterré. Regresé a casa llorando y, por el camino, me juré a mí mismo que jamás volvería a tener un animal en casa: no estaba dispuesto a revivir un pesar semejante en lo que me restase de vida.

***

Me pregunto por qué ahora, que ya estoy jubilado y he dejado de ejercer la medicina, se asoman estos recuerdos que permanecían ocultos en los desvanes de la memoria; por qué se filtran, a manera de pequeños retales, hechos dolorosos que ya estaban olvidados. Quizá presiento que la muerte está cerca y, rencorosa, desea cobrarse el tributo de la encarnizada lucha que he mantenido contra ella; posiblemente también para mostrarme –después de haber contemplado inerme el dolor y el sufrimiento de tantos enfermos– cuan vana era la guerra que le declaré cuando yo era joven.

Al repasar mi actividad asistencial no puedo olvidar a los enfermos más desafortunados, aquellos heridos por la enfermedad, sin curación posible –aunque no siempre en un estado terminal–, cuyas ganas de vivir dependía en gran medida del cariño de sus familiares y amigos que desplegaban todos los recursos que disponían para que lo que les restase de vida fuese lo menos ingrato posible. En cuántas ocasiones una palabra, una caricia, la sola presencia –para quienes solo eran dueños de pérdidas y ausencias–, arrancaban una sonrisa de sus caras demacradas por la enfermedad y el infortunio. Descubrí cuán necesaria era una medicina no solo del cuerpo, sino también del alma; no para vencer a la muerte, sino para nutrir al ser humano enfermo de la voluntad de vivir. Y cuando aprendí a practicarla me fijaba en el interior de sus pupilas y, a veces, vislumbraba destellos en sus miradas.

 

 

 

 

El beso


El beso

E. Clavé Arruabarrena.
Medicina Interna. Experto en Bioética. Hospital Donostia. Guipúzcoa.

 

Ilustración: Omar Clavé Correas

 
 

Lucas no pudo conciliar el sueño durante la noche, tenía el alma rota. Se levantó apenas empezó a clarear, se puso un chándal y salió de casa. Después de dar varias vueltas sin rumbo fijo por el centro de la ciudad, tomó una de las calles que conducían al puerto. Al llegar, dejó atrás la dársena y avanzó por el sendero que, bordeando la costa, conducía a una de las lomas que se adentraban en el mar. Por el camino reparó en el reclamo de las gaviotas, se imaginó a un coro de plañideras entonando gritos lastimeros. Consideró que aquel grupo de aves habría reconocido su sufrimiento reflejado en su rostro, se figuró que se compadecían de él. Pero luego desechó esa idea. En realidad, aquellas gaviotas se mofaban, revelaban su verdadero carácter, temeroso, pusilánime. Al llegar a la zona más elevada, contempló el acantilado. Ofuscado, se acercó al pretil y miró hacia las rocas. El embate de las olas del mar siempre le había inquietado, el estruendo era ensordecedor, se preguntó si tendría valor…

En aquel momento, se levantó un leve viento marino que llevaba en el aire un suave aroma a salitre. La fragancia del mar despertó algunos recuerdos del verano y, como si fuera un lenitivo milagroso, apartó por unos instantes los pensamientos que le torturaban. Rememoró una tarde de estío que estuvo caminando por calles dormidas, bajo un cielo lánguido, con el espíritu ausente y preso de una aflicción inexplicable. Exhausto, se detuvo junto a un árbol herido del paseo y posó su espalda sobre el tronco, frente a una marquesina. De pronto, como si de una aparición se tratara, la vio descender de un autobús. Sus miradas se cruzaron y se sintió atrapado en sus ojos. Su corazón empezó a latir con fuerza, deprisa, parecía desbocado. Paralizado por la emoción, observó cómo se alejaba por la acera hasta doblar la esquina. En cuanto se recuperó, fue tras ella, pero ya era tarde, había desaparecido. Aquel sentimiento era nuevo para él. Era algo desconocido, pero maravilloso. Se preguntó si lo que había experimentado era amor, si podía enamorarse uno así, sin proponérselo.

Al día siguiente acudió a la parada del mismo transporte interurbano con la esperanza de volverla a ver. Esperó durante dos horas, pero fue inútil. Después, decidió tomar el bus y dio varias vueltas a la ciudad confiando en que ella subiera en alguna de las paradas. Fue en vano. Pensó si lo sucedido habría sido un producto de su imaginación, una ilusión óptica. Pero, a pesar de ello, no cejó en el empeño y repitió la misma operación en días sucesivos, sin éxito.

Habían pasado ya algunas semanas y, cuando menos lo esperaba, la vio. Fue una tarde que había quedado con sus amigos, pero, al reconocerla, decidió faltar a su cita. Lucas no quería revivir la zozobra de los días anteriores y, armándose de valor, se aproximó a la joven y le preguntó si podía acompañarla. Ella le sonrió. Supo que se llamaba Lidia y, mientras caminaban, Lucas no paró de hablar. Le preguntó por su familia, si estudiaba, qué música le gustaba, cuál era su lectura preferida… El tiempo transcurrió veloz. Ya estaba anocheciendo cuando Lidia se detuvo delante del portal de su casa y, con su dedo índice, selló los labios de Lucas. Ya iba a franquear la puerta, cuando él le propuso salir el día siguiente. Lidia asintió con una amplia sonrisa.

Siguieron juntos lo que restaba del verano. Cualquier cosa les hacía felices, una mirada, un gesto, una palabra, un roce. Un atardecer subieron al mismo lugar en el que, ahora él, se hallaba solo. Contemplaron el mar hasta el anochecer. Miles de estrellas punteaban el cielo, la luna parecía brillar con luz propia, la brisa marina perfumaba el aire de salitre. Lidia, quién sabe si por influjo de los astros, se alejó unos metros de la barandilla y comenzó a mecerse al ritmo del viento. Bailaba sola, leve como el pétalo de una flor, delicada como un tierno capullo. De su ser emanaba un resplandor sobrenatural que se fundía con el reflejo de la luna sobre la superficie del mar. Lucas presenciaba aquel espectáculo extasiado. Sentía que, de lo más profundo de su alma, nacían apéndices que acariciaban cada uno de los movimientos de Lidia. Trataba de encontrar una palabra que pudiera expresar la emoción que él sentía, un término que pudiera denominar aquella pasión. No lo halló. Se convenció de que únicamente el silencio podía ocupar aquel espacio e imaginó que solo un ángel, quizá una diosa, podía concebir ese silencio lleno de palabras sin sonido, de palabras que no existen. Con delicadeza se acercó a Lidia y la besó con ternura. Al mirarla, observó que unas lágrimas se deslizaban por sus mejillas. Lucas se inquietó, no deseaba que su torpeza hubiera roto el hechizo. Ella, posando la cabeza sobre su hombro, musitó: ¡Qué feliz soy!

Lidia no acudió a la cita del día siguiente. Lucas la telefoneó varias veces, pero no obtuvo respuesta. Se dirigió a su casa y pulsó el timbre del portal, pero nadie atendió la llamada. Después de esperar un rato en la calle sin saber qué hacer, salieron del edificio dos vecinas cuchicheando entre ellas. Al pasar a su lado, les oyó lamentarse de la suerte de Lidia. Supo que la habían hospitalizado y, atenazado por la angustia, corrió hasta el hospital. Al llegar, vio a los padres de Lidia abrazados y, unos metros por detrás, a su hermano, llorando cabizbajo. Lucas sintió que un viento frío de muerte le helaba las entrañas.

Vino la negrura, el dolor inenarrable, la amargura infinita. Echaba de menos la alegría de Lidia, el aroma a fruta fresca de su cuerpo, el arrullo de su voz dulce, melosa, sus gestos delicados, sus tiernas caricias… Se decía que era imposible que se hubiera extinguido para siempre, no podía soportar el suplicio de su ausencia. Vislumbraba un futuro sin sentido, de amaneceres sin luz, de noches insomnes. Le torturaba el pensamiento de que el rostro de su amada pudiese desvanecerse como sombras caminando en la bruma. La existencia sin ella se le antojaba peor que la muerte. Deseaba morir, anhelando otra vida que le permitiera reencontrarse con ella.

Solo, aturdido, con los ojos anegados por el llanto, presenció el horizonte. Miró cómo las olas del mar golpeaban inmisericordes las rocas del acantilado. Sentía una enorme opresión en el pecho, le costaba respirar. Uno por uno, se deshacían todos los lazos que le unían a este mundo, pensó en dejarse llevar… Sin embargo, en ese instante, escuchó que una voz le llamaba por su nombre. Reconoció al hermano de Lidia. Éste se acercó y, entre lágrimas, le entregó una carta. Presuroso, se dio la vuelta sin despedirse. Tampoco Lucas tuvo el ánimo de retenerle.

Cuando se alejó, abrió el sobre. Contenía una flor seca y una hoja manuscrita:

Mi amado Lucas.

No me encuentro bien. El médico me ha recomendado que ingrese en el hospital. No sé si regresaré a casa.

Siempre he sido precavida y, desde que empecé a salir contigo, he ido elaborando el escrito que ahora tienes en tus manos. Le encargué a mi hermano que te lo entregara si abandonaba esta vida terrenal. Es mi mejor confidente.

Me recuerdo enferma desde que tengo conocimiento. Perdía muchos días de clase alternando periodos en el hospital con largas temporadas de reposo en el pueblo atendida por mis abuelos. A los diez años tomé conciencia de que mi existencia sería corta. No quise perder ni un momento en lamentaciones y decidí aprovechar cada minuto de mi tiempo. Me parecía romántico fantasear otras vidas valiéndome para ello de lo que veía en el cine o lo que leía en los libros. Me gustaba asociar los estados de mi alma con los ciclos de la naturaleza, emparejar mi espíritu con las estaciones del año. Al cumplir quince años tomé la decisión de vivir experiencias que, hasta entonces, creía vetadas por mi enfermedad. Viajaba en cualquier medio de transporte para conocer otros lugares y estar con personas que, quizá, no volvería a ver nunca más.

Así fue cómo te conocí. El tiempo de cerezas había acabado y llevaba varios días con el corazón mustio. Tomé un autobús al azar y, entonces, te vi apoyado sobre un tilo enfermo. Parecías un chico triste y, no sé por qué, pensé que podíamos ser almas gemelas. Bajé del bus y, cuando se cruzaron nuestras miradas, mi corazón dio un vuelco. Nunca había sentido nada parecido. Desvié la mirada y caminé sin saber adónde me dirigía. Al doblar la esquina me escondí en el primer portal que encontré. Te observé pasar mirando de un lado a otro y supe, dentro de mi corazón, que tú habías sentido algo similar al verme. Permanecí oculta, a cobijo. Decenas de ideas pasaron por mi cabeza, entre ellas prevaleció que yo no tenía derecho a quebrarte el corazón. Ese día, al volver a mi casa, salvé esta flor que yacía soterrada entre hojas secas y ramas muertas, y la guardé entre las páginas de mi diario. Me gustaría que la conservases.

Cuando días más tarde me preguntaste si me podías acompañar, sentí una dicha infinita. Todo ha sido prodigioso en el breve tiempo que hemos compartido. Tu presencia ha coloreado mis días eliminando cualquier atisbo de sombra. Mi mundo se ha transformado como si lo hubiese tocado la varita de un mago, el aire que respiro es más puro, el agua que bebo más limpia, el sueño más reparador, el canto de los pájaros más melodioso, el rostro de la gente más esperanzado, la vida más bella.

Y tu beso ha sido la experiencia más maravillosa que he tenido en mi vida. En tus labios deposité todo mi amor y, adonde ahora me dirijo, me acompañará el sabor de los tuyos. Me voy tranquila porque sé que la savia que ha nutrido mi cuerpo ya forma parte de ti, que mi alma está con la tuya. Te he amado, como no he amado a nadie nunca, y el universo es testigo de que te amaré siempre. Deseo que seas feliz y necesito creer que pondrás todo tu empeño en lograrlo. Y, cuando vuelvas a enamorarte, seré dichosa, porque tu ventura es mi mayor felicidad.

Lidia había estampado el final del escrito con la imagen de sus labios pintados de carmín. Lucas, los besó. Sintió que una llama de esperanza resplandecía en lo más profundo de su alma. El amor que se profesaban era indestructible, era un amor sin final, se amarían más allá de la vida y de la muerte.

Se retiró del acantilado y tomó el camino que conducía al cementerio. Al llegar al camposanto, se acercó a su sepultura y, frente al nicho, se sintió atrapado por un aroma de manzanas. Su amada Lidia estaba presente, pero no a su lado, ni cerca de él, sino en su interior. Ya no necesitaría señales para sentirla, pues sus almas se habían enlazado en un tierno abrazo para toda la eternidad.

Donostia, junio de 2021

 

 

 


La confianza


Confianza

J.L. Iglesias Diz
Pediatra. Acreditado en Medicina de la Adolescencia. Santiago de Compostela.

 

“No hay medicina sin confidencia,
no hay confidencia sin confianza,
no hay confianza sin secreto”.

 
 

Hay actos que, por pequeños, pasan desapercibidos en la mayoría de los casos, pero algunos, aun en su simplicidad aparente, tienen una carga emocional intensa, esa que hace vibrar alguna cuerda dormida y hace sonar toda la orquesta de nuestra sensibilidad emocional.

Hace muchos años cuando era residente de Pediatría, tuve que atender a un paciente de unos 12 años con dolor abdominal que venía acompañado por su abuelo; después de unas primeras preguntas sobre los síntomas, pasé a explorar al niño. El diagnóstico de sospecha estaba bastante claro; al palpar su fosa ilíaca derecha el niño se contrajo en un gesto de dolor; los síntomas también apoyaban el diagnóstico. Le dije al abuelo que tenía que hablar con el cirujano y que probablemente habría que operarlo. Confirmada la decisión quirúrgica me senté con él para completar la historia clínica. El chico vivía con el abuelo, los padres estaban emigrados. El hombre escuchaba lo que yo le decía manteniendo una actitud atenta y tranquila. Iba sobriamente vestido, una chaqueta gris oscuro, una camisa blanca sin corbata y abotonada hasta el cuello, su porte era elegante; debía de tener alrededor de los 65 años. Le expliqué que la operación tenía riesgos, pero que lo normal era que no hubiese complicaciones. Le pedí que firmase el permiso para hacer la cirugía; “es necesario que Ud. firme para que se pueda realizar la operación”, le dije; firmó y después extendió una mano enorme, encallecida y bronceada hacia mí, yo extendí la mía, blanca, pequeña y suave hacia la suya. Su voz serena dijo en gallego “ustedes son os que saben que facer, confío en ustedes” mientras apretaba con firmeza mi mano. Inesperadamente, una marea de emoción fluyó desde el estómago hacia mi garganta, luego hacia mis ojos y tuve que pugnar porque las lágrimas no inundasen mis ojos.

Supe entonces algo más sobre los seres humanos, supe entonces lo que hace que los hombres y mujeres tengan esperanza: la confianza. Nadie puede vivir sin ella, nadie puede pensar en la felicidad si no cree en los demás, si no sigue confiando a pesar de los tropiezos y las traiciones inevitables. Aquel hombre creía en nosotros, creía en mí, un joven médico de 25 años que decidía que había que operar a su nieto. Fue la fortaleza del alma de aquel abuelo, responsable del chico en ausencia de sus padres, seguramente con una dura vida a sus espaldas, lo que me trasmitió esa fuerte convicción con su apretón de manos encallecidas y sus escuetas palabras. Y ese descubrimiento me emocionó.

26 Julio de 2021